miércoles, 11 de noviembre de 2009

Del miedo a la muerte

Morir, dormir, tal vez soñar
W.S.

Hasta hace pocos días decía sin duda alguna que no le temía a la muerte. De cierta manera aún no le temo, pero... Sin duda hay cosas de cosas:

Tengo miedo a una muerte ridícula. A que el avión se caiga y no se salve ni Dios. A que un borracho me arrolle. A que me parta un rayo. A que se caiga un bloque de una construcción y me parta la madre. A que un traqueto haga un tiro al aire y me lo pegue.

No le temo a morir en mi ley, mirándola a los ojos en obscuros callejones o en misiones que me impone el trabajo. No temo a morir mostrándole a una mujer que podría morir por ella. O al donarle un riñón a mi amorosa madre. No temo a morir en duelo, en franca lid, dándole la cara a la muerte y esperándola como los toreros valientes, que quieren hacer el quite pero saben que un día el animal se avisará y volteará la cara y con ella los cuernos.

Dios: que no muera de manera ridícula, que no me cague en los pantalones cuando llegue el momento. Que la parca corte mi hilo con piedad. He vivido mucho e intensamente. He sido lo que he querido: vendedor puerta a puerta, ladronzuelo, amante de una mujer que me mantuvo, deudor moroso, filósofo, escritor, periodista, profesor, poeta, cantante de una banda de heavy, ajedrecista, seminarista, contador de historias... déjame ser también un buen muertito. Uno con un rictus feliz, uno del que digan: "tiene una cara de haberse ido en paz".

Me pregunto: ¿Por qué irme ahora? cuando todo anda tan bien. La respuesta es sencilla ¿Por qué no? Es mejor no darle tiempo a la vida de que se invente una manera de poner zancadilla y que uno se caiga de la cama y se tuerza el cuello. Luego todo el mundo recordará, no sin risas, al hombre que murió al caerse de su lecho. No, no quiero eso. Por eso seguiré pareciendo valiente que a veces es lo mismo que serlo. Como estas líneas parecen medio suicidas, los decepcionaré: quiero la vida, la amo, me aferro a ella, pero eso es porque sé que allí está la pelona, esperando, haciéndome guiños, convirtiendo la vida en un juego interesante y sensual.

martes, 10 de noviembre de 2009

Llueve sobre mojado

Me gustan las ciudades frías, me gusta que llueva, a cántaros, me gusta la neblina y el aire nostálgico. Cuando era niño me encantaban los rayos pero le tenía pánico a los truenos, todavía coservo algo de eso. Supongo que soy más visual que auditivo.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Diarios del pasado 8

Cartagena, Las mantenidas sin sueños

"No cuento el vuelto, siempre es de más"

(He mantenido el tono de cuando escribí la primera vez estas líneas, por eso el presente, pero hace ya bastante que vieron la luz)

Hoy ya es viernes y no logro recordar muy bien las peliculas que me vi el lunes, necesito la programación y como ya empaqué maleta (en realidad me la empacaron porque a mí nunca me caben las cosas) entonces no la tengo a mano para acordarme.

Sin embargo, les contaré un par de historias de esta ciudad que por estos días destila cine por todos sus poros.

El otro día salí a caminar por la playa con Y, entonces se nos acercó un hombre de la calle, era blanco, esto tiene alguna importancia porque es raro ver a los blancos pidiendo por estas tierras. Me pidió 500 pesos para pagar una llamada telefónica, le dije que no tenía dinero y el sacó de su bolsillo una moneda de 100 pesos y me la dio. Me dijo: "Yo soy tu way" (escribo así porque así entendí). Luego el hombre se marchó. Pensé que él no era tan pobre como para no tener algo que dar. Todos tenemos algún presente que dar a otro. Pero creemos que nunca nos sobra nada.

Yo no soy excesivamente tacaño y mis amigos saben que pueden contar hasta con el último centavo de mi bolsillo así como yo cuento con el de ellos siempre, lo que no tiene mucha gracia porque para eso están los amigos. Pero, ¿podemos hacer cosas por otros, por desconocidos? Creo que lo puedo hacer, aunque no dar plata, el otro día robé un afiche de una pelicula argentina que un muchacho que acababa de conocer quería. Se lo regalé y estuvo muy contento, yo no entendía su emoción, pero en serio se fue muy agradecido por el gesto.

Me gustaría llegar a ser budista, uno de verdad. Que pueda desear sólo lo que tengo. Pero por ahora estoy en el camino de la búsqueda, que es el más largo. Santa Teresa de Jesús decía que valía más la pena poder rechazar algo, que obtenerlo todo. Yo más o menos ando en eso. Pero es difícil, aquí la gente se embriaga de lo lindo, yo también, el clima no me ayuda mucho y me emborracho rápido. He tenido buenas intenciones, he querido escribir mucho más porque tengo buenas ideas, pero no logro concentrarme. De todas formas me largo mañana para el Parque Tayrona, espero estar en la playa leer un poco y tratar de entender a L. Sí, ya sé que es imposible tratar de comprenderla, más bien, quiero verla desde lejos jugando, siempre jugando.

Algunas veces me siento medio calabaza, me asusta decepcionarla pues no tengo muchas cosas interesantes que decir de un mundo de cosas que ella conoce muy bien. Me gana en filosofía, cine, vivir, drogas, alcohol... es increíble, destila vida por todos los poros. De todas formas no me amedrento, ya tengo el fantasma del hombre Marlboro sobre mi y vivo bien con él.

Además, no me importa estar a su sombra, es bonito callar mientras ella defiende sus ideas en la playa o ante personas que la escuchan con respeto.

He aprendido a conocer a sus amigos. Niños inteligentes, interesantes, creen que se están inventando el mundo, creen que son los primeros que hacen algunas cosas. Muy vitales. Recuerdo cuando tenía 20 años. Era muy diferente, mis diversiones eran mucho más underground que las de ellos que se creen los reyes de lo subterráneo. Aunque es posible que así sea, estas corrientes son diferentes en la clases altas y en las bajas. A mi me tocaron las segundas, fueron buenos tiempos de los que no me siento orgulloso, pero de los que no me arrepiento.

Aprender tanto me marea, ando con la cabeza como una totuma, pero sin duda conociendo mucho más sobre el séptimo arte, sobre términos, sobre como se mueven la gente o como se hace una peli con toda la plata del mundo o sin nada.

Con Y las cosas no estuvieron mal, ella peleó como sabe, pero yo la dejé ser. Al final se fue contenta aunque jurando que nunca la había pasado tan mal. Siempre es lo mismo, le teme a ser feliz, la asusta, se siente traicionando algo, creo que de su pasado.

He tenido buenas y nuevas ideas para la novela. Creo que mi protagonista pasará unos días en la playa. Hace unas noches estuve caminando los sectores de putas, me gustan, quiero hacer algunos retratos de putas y travestis. Ya veremos que pasa.

lunes, 26 de octubre de 2009

¿Cuanto cuesta un veto?




Según la Constitución Política de Colombia, por estas tierras del Sagrado Corazón hay libertad de expresión y por lo tanto ‘Residente’ del grupo Calle 13 tenía el derecho de ponerse la camiseta que le diera la gana y además de que en ella dijera lo que a él le diera la gana.
Ese mismo derecho lo tiene, incluso para decir bobadas si quiere, el Alcalde de Manizales, Juan Manuel Llano Uribe. Nuestra constitución, como vemos, no hace diferencia entre quienes hablan, aunque hablen mal.
Hasta acá todo muy bien, hasta chistoso. El problema comienza cuando el Alcalde decide pagar un aviso en La Patria para vetar a Calle 13. Resulta que su chistecito tiene un costo de seis millones de pesos. Como la Alcaldía de Manizales tiene un contrato de publicidad por todo el año con este periódico, es posible que tenga un importante descuento, digamos pues, que tan solo costó cuatro millones de pesos.
Cuatro millones de pesos!!! No de él, de los contribuyentes, ese dinero no le pertenece aunque se crea dueño de la ciudad y por lo tanto con capacidad de decidir quién viene y quién no, aunque nuestras leyes permitan la libre movilización.
Llano pretende salir a decir que Calle 13 insultó al país y a la ciudad cuando en realidad el ataque del músico iba contra una persona. Así que en realidad el veto no es por defender el honor de los colombianos, sino de uno en especial, al que el llama cariñosamente papá.
A Juan Manuel Llano parece no importarle no tener argumentos legales ni constitucionales para vetar a Calle 13. Toma decisiones con relación al presupuesto basado en sus prejuicios, sin tener en cuenta verdaderas necesidades de la ciudad. Uno de los fundamentos de la libertad de expresión es respetar la disidencia y las opiniones, pero el finge ignorarlo porque no le importa la ciudad ni los ciudadanos.



En este momento circula por Facebook un derecho de petición para exigirle al Alcalde que explique jurídicamente su decisión.
Por ahora le propongo a todo estudiante desocupado, con ganas de enviar un derecho de petición, tener en cuenta estas palabras de la abogada Ana Paula Castro Castro:
“Me parece que sería muy bueno pedirle al Alcalde el sustento de la contratación con La Patria, es decir, dónde está el estudio previo que fundamenta la necesidad de que se hiciera esa contratación para publicar el asunto. Tiene que existir algún fundamento para poder gastarse la plata pública en difundir ideas privadas que no tienen nada que ver con el interés general. Me parece que podría analizarse la posibilidad de una indebida contratación. Es probable que pueda prosperar algo al respecto porque ni legal ni constitucionalmente el vetar a un grupo amerita una contratación administrativa, difundir las ideas personales de un funcionario no tiene nada que ver con los objetos de contratación estatal”.

jueves, 15 de octubre de 2009

A la caza del sancocho de gallina

Eran las 2:30 de la tarde, había perdido ya del todo la esperanza de comerme un auténtico sancocho de gallina vallecaucano y me senté desconsolado en un pequeño restaurante de la quinta. ¿Qué tiene de almuerzo? Sopa de Moneditas. Mmmmm. ¿No le gusta la sopa de moneditas? No es eso, es que no soy de acá y quería comerme un sancocho de gallina. Mmmmm, por acá sólo hacen los domingos... a no ser que... ¿Que qué? Que vaya a la galería, allá siempre hay.
En Cali hay siete galerías, algunas realmente tenebrosas, pero hay una cerca del centro, cerca de donde estaba. Así que agradecí y partí hacia Alameda, el barrio donde estaba la plaza.
Llegué como 15 minutos después. Ante mi había una galería bastante bien cuidada, con sector de restaurantes abierto. Con poyos enchapados en blanco y silla a lado y lado. Había cerca de seis restaurantes. El hombre de las moneditas de plátano me había recomendado un sitio llamado Patolin (así sin tilde), allá llegué.
Un sancocho de gallina, por favor. ¿Con gallina? Sí, claro.
Lo primero fue un plato hondo lleno hasta el borde, caliente, con cilantro fresco picado por encima, adentro flotaban la papa, el plátano y la yuca. Iba por la mitad pensando en cómo haría para comerme toda esa cantidad de delicioso sancocho cuando llegó la bandeja.

Bandeja: Una pechuga y un ala de gallina en un salsa de caldo, tomate y cebolla (o sea como medio pollo) arroz (demasiado) ensalada (abundante) Patacón (grande y crujiente).

De verla no más, quedé lleno. Terminé, a duras penas, la sopa. Y me quedé mirando la bandeja como una tarea irrealizable. Decidí entonces probar un poco de la gallina para confirmar por qué no me gusta. Quité el cuero con dificultad porque estaba bien pegado, corté un pedazo de pechuga y me lo llevé a la boca. La pechuga es una presa difícil de sazonar completa. Es muy seca, muy sin gracia. Sin embargo esta estaba casi jugosa, con consistencia pero no dura, era, en pocas palabras, la mejor pechuga que he comido en mi vida. Así que lleno, como estaba, empecé a atacar la gallina, despacio, saboreándola untándola en esa deliciosa salsa criolla, así llegué al arroz, blanco, separado, con gracia, sin gritar, suave y buen acompañante, como nos gusta muchos que sea el arroz. Decidí que era ya demasiado y que sólo probaría, para efectos de esta crónica, el patacón y la ensalada. Pero el diablo es puerco y el patacón estaba crocante, de plátano bien verde, bañado en jugo de limón antes de ser fritado. Y la ensalada, la ensalada, era fina, delicada, con limón y aceite común para hacer la vinagreta, pero bien hecha, sutil y fresca en medio de este calor de los mil demonios.
Acabé con todo. Acompañado de una deliciosa jarra de limonada (tres vasos). Sentí deseos de levantarme y aplaudirme, pero no podía. No pude hasta 40 minutos después, cuando me levanté orgulloso de haber logrado la caza del sancocho de gallina.

martes, 13 de octubre de 2009

Cali, día dos

Ayer probé la lulada: es una mezcla de limonada a la que se le agrega lulo ("Prepare un litro de limonada, y agregue pulpa del lulo despedazada con la mano, agregue a la limonada y continué triturando la pulpa con las manos muy limpias, bata con un molinillo. Agruege hielo picado y disfrute de su lulada, agruege azúcar hasta que le encante").


Lulada


Me quedo en un barrio llamado San Fernando, al norte, bonito, con casas grandes y árboles que dan sombra en los antejardines. Algunos de ellos son de estaciones y parecen enloquecerse sin saber cuándo deberían dejar caer las hojas. Sin otoños ni inviernos se podría decir que son libres de quedarse calvos cuando les de la gana.
Anoche llovió, a cántaros, perros y gatos, una lluvia reparadora, bendita, que invitaba a salir y cantar y bailar debajo de ella. Mientras tanto, en la habitación del hotel me quemaba la fiebre, me resquebrajaba los labios, me invitaba a salir corriendo hacia afuera. Fiebre y lluvia parecían dos amantes que quisieran encontrarse a través de mi cuerpo. Querían jugar destruirse uno al otro en un beso de frescura y ardor. No cedí a la tentación.
Busqué durante más de dos horas un sancocho de gallina en leña, después renuncié y dije: sólo un sancocho de gallina, finalmente pedía sólo sancocho y terminé tomando sopa de pastas. Es raro, en Medellín en cualquier esquina te venden Bandeja Paisa, acá, según me dijo un taxista, sólo los domingos se consigue fácil el sancocho de gallina: "por allá por pance, las familias van y lo preparan a la orilla del río. Hay otros sitios, pero en carretera". El taxista resulto ser un hombre conocedor de comidas típicas y de metederos. Hablamos de la lechona de la mona en el Espinal, del sancocho de doña lola en Jamundí, de la asadura, de la longanisa en Boyacá. "Usted es un viajero de la comida me dijo", me gustó que lo dijera, sobre todo porque venía acompañado de quien les conté ayer.
Hoy, como tengo la tarde libre, iré en busca del Sancocho, será una auténtica cacería. Espero tener suerte, en medio de todo me dedicaré al pandebono, el champús y algunos dulces tradicionales.
Necesito toda la buena energía. Por la noche ver una amiga del alma y tomarme unos buenos tragos al lado de dos amores.

lunes, 12 de octubre de 2009

De los viajes

Siempre me he considerado un viajero. No me incomodan los medios de transporte, ni el cambio de clima, dormir en el suelo duro. Me gusta eso de llegar a un sitio que no conozco y acoplarme. Siempre me ha enorgullecido saber que puedo llegar a casi cualquier sitio con un mapa (urbano claro).
Me gusta la idea de pensar que de alguna forma soy un viajero, siempre en movimiento, siempre dispuesto a conocer otras personas, otros acentos, otras formas de vivir y ver el mundo.
Antes la gente me veía un poco así, por eso extraño haber sido artesano y periodista. Me veían y decían: "qué bueno poder ir a todas esas partes", y yo decía: "sí, pero también es duro". Ahora no.
Me encuentro en Cali. Llegué hace unos minutos a la terminal de transportes. Me han preguntado por teléfono que si estoy muy encartado y respondí que no, que estoy acostumbrado a viajar y a no maniarme. Casi se mueren de la risa. Casi me muero de la ira.
He venido a un café internet para poder sofocar un poco esta sensación de impotencia. Creo, en serio, no por mí, sino por lo que siento dentro de mí, que lo soy. Siempre me he definido como un cenobita, un hombre sin lugar, sin raíces...
Ahora resulta que no, que soy un sedentario, un hombre de un lugar. No sé cómo sentirme al respecto. Mal, creo. NO es lo que prefiero.
Hace sólo un par de años viajé a Cartagena, al Festival de Cine, casi sin dinero, estuve también en Barranquilla, Santamarta, el parque Tairona. Escribí algunas crónicas sobre eso.
En fin, tengo buenos recuerdos de algunos viajes. Así que volveré a sacar a relucir mis viajes en los Diarios del pasado. Atenganse mis queridos lectores, porque voy sin censuras con una Guía para viajeros sin plata.
No es que eso me convierta de nuevo en uno. Pero al menos me hará recordar que lo fui, creo.
Si voy a ser un árbol, al menos que sea uno con recuerdos.
Por ahora les iré contanto cómo me va en Cali.

¿Cómo las flores?
La canción es clara, "las caleñas son como las flores", pero faltan datos: ¿por qué? ¿el olor? ¿se marchitan rápido? ¿pertenecen al reino vegetal? Ya he venido antes y siempre he tenido la misma impresión: la mayoría no son tan bonitas. Las más hermosas están en dos sitios: los centros comerciales más finos y los barrios más pobres. Hasta ahora, por lo que vi en el avión, y luego en el viaje hasta la terminal y acá mismo, mientras espero, no son tan despampanantes. Hay una cosa que me decía el director caleño Jaime César Espinosa (Helena 2009)sobre sus coterráneas: vos podés ponerles los cachos a una caleña, podés darle mala vida, pero nunca pegarle. Eso pasa en cualquier parte de Colombia menos acá. Si le pegás a una caleña, estas frito".
La verdad, sí me da la impresión de que son muy bravas. Ahí está el parecido: tienen espinas, como las rosas. Pero son alegres, cariñosas y menos solapadas que la mayoría de las colombianas.
Tuve, hace ya varios años, una amiga escritora: Monica Emma Lucía Chamorro. Payanesa de nacimiento, pero caleña por decisión y domicilio. Era un encanto de mujer. La visité un par de veces en esta ciudad junto con su esposo, un italiano que hacía todo lo que ella le pidiera y más. Ella le decía "salta" y él contestaba: "qué tan alto". Así eras las cosas. Ahora ella vive en Italia, o al menos hasta hace unos tres años que le perdí la písta, así era. Era una mujer fascinante y depresiva. Hermosa.

La comida
Cali es famosa por algunos platos. Creo que venir a Cali y no comer sancocho de gallina hecho en leña es un auténtico despropósito. En lo particular, creo que es difícil encontrar una gallina que sepa bien, incluso acá, por eso generalmente no me la como. El resto del sancocho sí: la papa, el caldo, la yuca, el arroz, la ensalada. Todo es genial, en especial el olor a leña. me quedaré dos días y espero comerme uno como Dios manda. Ya les contaré. También está el champús, que nunca he probado, creo que esta vez me arriesgaré y el cholao, que he comido en otras partes, pero no acá.

Por ahora, y desde la sucursal del cielo, me despido.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Declaración del equivocado

Anoche le llovían los ojos
como a gatos
Podía oir como se le oxidaba
el corazón
con la humedad tímida de su
tristeza
Cerré los ojos por no enterarme
a dónde iban sus sueños en desbandada
Me equivoqué sin gracia
sin tino
sin alivio
Ahora bebo el caldo picante del dolor
acompañado con la salsa de la culpa
mientras que escampa en sus ojos.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Ars cuentística

En el cuento se debe decir poco, preferiblemente nada. Como con Hemingway, se debe insinuar más que decir. Habrá que describir una sala, un baile, en donde todo está bien, todo es perfecto. Y sin embargo, en el alma del lector, quedará una sensación de vacío, de inconformidad. No podrá explicar por qué.
El lector debe sentir que pudo escribir eso que lee. Debe tener la impresión de que es fácil.
Los cuentos infantiles deben tener un aire sensual. Los negros, pueril. Los fantásticos, argumentativo...

Un argumento

Un hombre entra en una tienda. Busca una cuchilla de afeitar, pero compra un disco de música popular de Tanzania. El tendero le recomienda la pista tres. Llega intrigado a su casa. El CD no funciona. Regresa molesto a la tienda. Era el último CD que había. El hombre se siente deprimido (esto se debe decir muy sutilmente, sin usar adjetivos, mejor usando un gesto, un suspiro...)Se lleva, en cambio, una cuchilla de afeitar.

domingo, 23 de agosto de 2009

Prólogo de "Lo que sobra del silencio"

Escribí este prólogo más con el corazón que con la razón. Sabrán disculparme.


Viví durante cuatro años bajo su yugo. La Patria me contrató sin un día de experiencia y le impuso mi adiestramiento al jefe de redacción; un tipo extraño, una especie de niño grande que hacía pataletas cuando las cosas no salían o no se hacían como él quería. Su frase de combate era: “no entiendo”. Todo había que explicárselo tres o cuatro veces, escogiendo muy bien las palabras. Si no le gustaba lo que escuchaba, uno terminaba a toda carrera, con él detrás blandiendo su zapato.
Así, la sala mantenía en un constante hervor que hacía que trabajar allí fuera la cosa más divertida del mundo. Orlando Sierra era encantador cuando estaba de buen humor y entretenido cuando estaba enojado. Con otros.
Alguna vez le pedí ayuda con una entrevista en la que yo creía que no lograba ser justo con el personaje. Se sentó en mi computador, la volteó, la moldeó como si fuera arcilla en manos de un alfarero y convirtió mi chapucera y clásica pregunta-respuesta en algo lleno de color y magia.
Terminó y se fue sin decir nada. Cuando iba a mitad de camino entre mi cubículo y su oficina le grité medio histérico: “así no tiene gracia”. Paró en seco y se quedó mirándome. “No entiendo”, me dijo, mientras se iba devolviendo lentamente, esperando oír algo que mínimamente no le gustara, para embestir.
“Pues la entrevista quedó muy bien, pero yo no aprendí nada”. Cuando terminé dio media vuelta sobre sus talones, un gesto muy suyo, y se fue hacia su oficina. Regresó con un casete en las manos: “esta es la entrevista con Mario Vargas Llosa, me dijo, desgrábela”.
Para cualquier periodista de la sala de redacción desgrabar algo de otro era trabajo de secretaria. Sin embargo, en el proceso entendí varias cosas: la magia de mi jefe escribiendo entrevistas estaba en su fingida ingenuidad.
Una vez presencié en la casa de Carlos Arboleda un duelo entre el escritor Santiago Gamboa y Orlando, para ver cuál de los dos era capaz de citar de memoria más comienzos de libros de Vargas Llosa; se tuvo que declarar un empate al final, porque se acabaron los títulos.
Mi jefe conocía a Vargas Llosa al derecho y al revés, era un ferviente admirador. Sin embargo, al comienzo de la entrevista era como si no lo conociera. Yo no entendía. Le preguntaba cosas que era obvio que Orlando sabía. Tuvo que pasar más de una hora para que me diera cuenta de qué ocurría. Él tejía una red de preguntas, de palabras, en la que se iba ganando al personaje. Les preguntaba por las cosas que ellos ya habían contado hasta el cansancio, pero siempre lograba sacarles algún detalle que no habían dado nunca. Después, con su red de palabras, convertía cualquier entrevista en una conversación.
En la segunda parte de sus sesiones interrogatorias (no se me ocurre otro nombre), cambiaba de estrategia: dejaba de preguntar y se dedicaba a hacer afirmaciones largas y bien elaboradas con el ánimo de picar la lengua, de que el personaje dijera lo que quisiera, para conocerlo también en su personalidad, a través de sus respuestas. Sus entrevistas eran largas, larguísimas, y sus preguntas, la mayoría de las veces, eran más largas que las respuestas de su personaje.
Esa era la primera etapa. La segunda era la escritura. No sé cómo lo hacía en todas pero sí puedo decir como lo hizo muchas veces. Tomaba un puñado de frases que le parecían importantes, contundentes, interesantes o simplemente con color y las ponía a un lado. Eso lo usaba para las respuestas. Lo demás lo aprovechaba para describir la personalidad de su entrevistado, para crear largas digresiones y contextualizar.
Además era un observador de los gestos. Podía ver los nervios en el mover de las manos, la ira en el temblar del labio, la soberbia en una ceja que se levantaba, y hacérselo ver al lector.
Esta selección de textos, que no antología, recoge cerca de 15 años de entrevistas suyas, la mayoría de índole político. El lector seguramente las disfrutará al darse cuenta que nada parece cambiar, por lo que algunas están tan vigentes como el día que se escribieron.
Era fácil reconocer el valor de Orlando en su Punto de encuentro, pero muchas veces hubo más coraje en las entrevistas. La columna era escrita en la intimidad, mientras que éstas aparecían como fruto de un diálogo en el que no se amilanaba frente a su compañero de conversación, sin importar si era un político -que regía como una especie de pequeño dios estas tierras- o el hombre fuerte del café.
Después de terminar la transcripción de Mario Vargas Llosa, se sentó a mi lado y comenzó a editar, dándome una clase de cómo se hace. Sobre todo, entendí que hay cosas que se aprenden y hay cosas que se hacen por intuición, y la de él era increíble.
Los prólogos suelen ser mortalmente aburridos, así que, para terminar, un par de precisiones sobre este volumen: la selección de los textos se hizo con varios criterios: que hubiera algo de cada época, que los personajes todavía se recordaran o que la historia fuera tan buena que no importara si el lector conoce el personaje. También hay criterios subjetivos, como él hubiese querido.
Aparecen dos obituarios. Era un maestro haciendo eso de hablar de los muertos sin tener que llenar los párrafos de eufemismos y calificativos elogiosos. Nos hace ver que los seres humanos están construidos de virtudes y defectos y que finalmente eso es lo que recordamos. Tal vez este también es un pequeño obituario.
No se incluye la entrevista con Vargas Llosa porque Orlando no hubiera querido: yo la arruiné tratando de pasarme de listo. Y faltan muchas, muchas, pero podría apostar a que con estas se divierten.

domingo, 2 de agosto de 2009

Diarios del pasado 7

Manizales, las cosas que pasan


Conocí a esta mujer un día que iba en la camioneta del periódico, mirando por la ventanilla. ella llevaba agua en un tarro de pintura. Me bajé y le pregunté dónde vivía. “Aquí” me dijo, “¿aquí dónde?”, le pregunté, “aquí” y me señaló la ladera al lado de la avenida que del Batallón conduce al Bosque Popular. Mandé al chofer de regreso y me quedé con ella.
Conversamos un rato y luego me ofreció aguapanela preparada en un fogón de leña alimentado por palos pintados con pintura de aceite. El olor era nauseabundo, pero ella me la ofreció con tono desafiante. Acepté y ella, a cambio, confesó su historia en un largo monólogo. Había sido víctima del terremoto de Armenia, se había quedado sin familia y su compañero se había ido.
Publiqué la historia sabiendo que era buena, pero que nada cambiaría. Al día siguiente el alcalde prometió que mientras el estuviera dirigiendo los destinos de los manizaleños, nadie viviría bajo un puente. Y cumplió. No la volví a ver.
Como un año después me la encontré, iba con cinco perros y una pierna enyesada desde la rodilla. Verme fue como si viera al diablo. Logré calmarla y me contó la tragedia que representó conocerme. Ella accedió a darme la entrevista porque esperaba que así más gente le llevara mercaditos y ropa que ya no usara. Y así fue durante una semana, pero después llegó la gente de la Alcaldía y la desalojó. Ella se fue a vivir monte abajo en el mismo sector. Un día uno de sus perros le ladró y ella se asustó y rodó por la ladera quebrándose la tibia o el peroné, no recuerdo. De milagro la encontraron y ahora andaba así.
Me fui indignado y escribí una nueva crónica. Al finalizar llamé al Alcalde y le conté, además lo amenacé con hacerlo quedar como un culo. Él se rió conmigo, y desde el otro lado del teléfono me dijo: “vaya donde la señora en media hora”.
Cuando llegué me encontré una ambulancia, estaba el secretario de Gobierno, la secretaria de Salud, el jefe de la Oficina Municipal de Atención y Prevención de Desastres y la señora.
Parecía el fin del mundo: ella peleaba, los perros ladraban y todos trataban de explicarlo algo al mismo tiempo. No podía permitir que volvieran a sacarla a las malas, así que me fui como un energúmeno, le dije al fotógrafo que le sacara a todos fotos y que se preparara para lo peor.
Me acerqué y pregunté que pasaba. La secretaria de salud me habló: "vinimos a decirle que tenía cupo en un ancianato. Que le vamos a dar medio sueldo mensual y tratamiento médico y que una señora se ha ofrecido a adoptarla para darle lo que necesite. Pero se niega a irse".
Miré a la señora y le pregunté si era cierto. Ella me vio de nuevo con una rabia que me asustó: “cada vez que usted viene tengo más problemas, yo no me quiero ir, estoy muy contenta con mis perros y usted no entiende que yo pueda ser feliz así, si usted necesita un ancianato o un sueldo váyase con ellos y no me vuelva a molestar”.
Me fui con el rabo entre las patas, igual la ambulancia y los funcionarios. Al rato el Alcalde me llamó conteniendo la risa y el triunfo, me contó que había tratado de ayudarla varias veces y siempre era lo mismo.
“Augusto, me dijo, nosotros tenemos una vida diferente, a veces no entendemos que la gente pueda ser feliz de otra manera que de la nuestra. Pero es así.”

No lo sé de cierto, pero por allá en 1962 hubo un terremoto en Manizales y un santo de una de las torres de la catedral fue a dar de cabeza en el orinal de un bar en una de las calles aledañas a ella. Esto produjo dos muertos. Tengo datos de uno. Una mujer, tan piadosa como cualquiera. Se quedó mirando con estupor a la torre, al santo, lo cerca que había caído de ella. El terremoto la dejó impávida sin saber qué decir ni qué hacer, más de cinco minutos estuvo así hasta que recordó a su familia. Pensó en el daño que había hecho el temblor a un templo aparentemente indestructible. Pensó en su esposo, en sus tres hijitos y emprendió una carrera hacia el barrio El Carmen en busca de ellos.
La gente al verla pasar pensó que era una loca. Cuando llegó a la casa los encontró a todos bien, asustados, pero bien. Entonces cayó en los brazos de su esposo y dio gracias a Dios por haberlos mantenido con vida. Mijo, le dijo, yo le ofrecí a Dios que me llevara a mí y no a usted para que los niños estén bien y cerró los ojos para dormir, como en un cuento de hadas, en los brazos de su amado.
Cuando le pregunté a mi abuelo de qué había muerto la abuela, él contesto sin dudar: "se le reventó la hiel". "Abuelo, le dije, será que le dio un infarto". Me miró como si yo no entendiera las cosas: "Se le reventó la hiel", repitió con voz potente. "Hizo negocios con Dios y eso no se hace".
Mi mamá no aprendió la lección. Cuando yo estaba muy pequeño me dio bronconeumonía. Los médicos decidieron que iba a morir. Mi mamá me llevó a Sabaneta, donde cada martes van romerías a pedir milagros a la virgen, me puso en los brazos de María Auxiliadora y le dijo en tono amenazante: "de ahora en adelante este hijo no es mío sino tuyo, te lo entrego, vos verás si lo dejás morir". Se paró dejándonos solos, después me recogió y me llevó al hospital.

miércoles, 29 de julio de 2009

Diarios del pasado 6

Manizales, el mundo es ancho y ajeno

Acostumbrábamos a visitar los bares del centro, sobre todo los de La Música, que en esos días era, obviamente, la balada.
Íbamos a Sorrento y tomábamos ron, aunque si había algo de dinero nos pasábamos al brandy que era lo que nos gustaba. Y si teníamos con qué llegábamos a un burdel llamado Marandua, que quedaba cerca del Ley. Las mujeres, eran, sin lugar a dudas, las más feas del mundo. Pero ir a Manhatan era más costoso y estaba reservado para cuando algún amigo se iba a casar y decidíamos hacerle despedida de soltero como Dios manda. Claro que algunas veces, pocas, alguien se ganaba un chance o se coronaba algún trabajo en el que recibía un pago exagerado y nos íbamos todos para Casa Show, que era el colmo de la sofisticación y las mujeres bonitas.
En esos días bajábamos al amanecer, caminando, contentos y caídos de la borrachera por las faldas que nos llevaban hasta el barrio el Nevado, donde vivíamos.
El mundo era ancho y ajeno, nosotros éramos un grupo de siete u ocho, todos tenían un arte: eran carpinteros, electricistas, pintores de brocha gorda, trabajadores de la construcción, yo era el único que todavía era estudiante. Además la mitad del grupo estaba compuesto por metaleros, que tenían una extraña debilidad por la música de los años sesenta, que todos denominábamos como: la melodía.
Andábamos por cualquier parte de Manizales, sin miedo, como si cada calle nos perteneciera, incluso en barrios que eran vedados para la gente del Nevado como el Carmen. En parte porque éramos muchachos a lo bien, y en parte porque juntos inspirábamos cierto respeto.
Más tarde, cuando entré a la Universidad, empezamos a separarnos paulatinamente, y el mundo comenzó a convertirse en una cosa pequeña. Cuando entré a trabajar se transformó en una sola calle, o mejor, carrera, la 23. Me hice cliente de un solo bar, salía con un solo tipo de muchachas y, lo peor, comencé a tener miedo.
De pronto todo me parecía peligroso. Primero los barrios que conocía como de respeto, después los que no conocía, luego, aquellos por los que nunca pasaba, finalmente los barrios bien, porque es que a esos es que van los ladrones. Y cuando menos pensé la ciudad era una avenida en la que me sentía más o menos seguro.
Fue una conversación con Pedro Zapata en Juan Sebastian Bar, hace ya como cuatro años, la que me sacó de ese letargo. Yo estaba en una tusa la cosa más miedosa por una mujer que todavía recuerdo con una corriente de frío en la espalda. Ella era paranoica y tenía cara de “atrácame por favor”. Una vez nos pusieron un revolver en la cabeza para quitarnos una cerveza y dos mil pesos a una cuadra de la Santander y desde ese momento yo no me volví a bajar de la avenida.
Volvamos con la tusa y Pedro. Él me dice: “ve güevón, vos sólo conseguís novias de las que salen por la Santander, está ciudad está llena de mujeres y vos te buscás las mismas. Les cambia el nombre y el color de la piel, pero son iguales. Sólo conocen esta avenida y tiene el mismo puto patrón, en el que además vos no encajás.
Ese día me di cuenta de que el problema no era que yo escogiera siempre las mismas mujeres, era que yo era como me las describía Pedro. Siempre en las mismas calles, con el mismo patrón y con el mismo puto miedo.
Empecé a recorrer de nuevo la ciudad, no igual que antes, ya no era posible esa mirada, digamos pura. Y tampoco he podido librarme del todo del miedo, pero es que cuando uno es joven la muerte parece una cosa tan profundamente lejana y absurda que la desafía como se podría hacer con un tigre encerrado en una jaula.
Me gustaría poder decir que he regresado a la ciudad, que me he apropiado de a poco de ella, de nuevo, como cuando uno vuelve con una novia que además dejó por una aparentemente más bonita, pero que finalmente sólo deja vacíos, uno no vuelve igual, y ella tampoco lo recibe igual a uno, pero al menos recuperarla deja algún fresquito en el corazón.

miércoles, 22 de julio de 2009

Diarios del pasado 5

Manizales, los muertos vivientes


Supe que era pobre cuando llegué a Manizales. En Medellín todos en la Comuna éramos iguales. No puedo negar que había un par de amigos que tenían mucho más, pero no por eso eran diferentes. En Manizales otras cosas eran importantes: la marca del pantalón, de los tenis, si usabas medias, si te ponías correa, y, sobre todo, había que saber de los Jaramillo de dónde provenías.
Supe que era pobre porque vivía en un barrio pobre. Porque mi mamá nos mandaba a comer donde mi tía, pero, sobre todo, porque la gente bien no se juntaba con nosotros. Manrique, el barrio donde yo vivía en Medellín, era tan grande como Manizales, y todos éramos más o menos iguales. Si caminabas todo el día podías llegar al centro y ver un paisaje distinto, pero en general los barrios se parecían unos con otros y la gente también.
En Manizales aprendí, además de que yo era pobre, que había otros estratos. Tengo un primo con el que caminaba desde el barrio el Nevado hasta Palermo, para ver las casas de los ricos.
El recorrido pasaba por el barrio Cervantes, después pasábamos a Villa Carmenza, subíamos al Campín y pasábamos por detrás del Cementerio San Esteban. Siempre nos prometíamos que vendríamos de noche, y entraríamos por un roto en el muro, así como lo habían hecho unos amigos nuestros. De ahí pasábamos por detrás de Confamiliares y salíamos al INEM, llegábamos al arco de la Universidad Nacional y seguíamos hacia Palermo. Allí nos quedábamos boquiabiertos viendo las casas de los ricos. Era una cosa increíble, había una casa que parecía reflejarse ya que cada mitad era igual a la otra, y en el centro había un par de escaleras de caracol que hacían más interesante el efecto.
Había una casa con un techo larguísimo en forma de triángulo y con tejas de barro. Me parecía un barrio maravilloso.
De regreso, cuando ya estábamos cansados -algunas veces incluso subíamos hasta el morro Sancancio- pasábamos por la Universidad de Caldas. En el primer piso del que ahora es el edificio Orlando Sierra Hernández, quedaba el anfiteatro. Creo que estas largas caminatas tenían este único fin. Y nuestra visita a Palermo a ver casas, era, sólo un pretexto para pasar por este edificio.
Las ventanas estaban clausuradas con pintura blanca, pero había unos pelados que se habían hecho, creo yo, con monedas, desde adentro. Nosotros nos asomábamos para ver a los muertos. Era increíble. Ver los cadáveres ahí, tan cerca, más de los ricos que de los pobres. Era algo auténticamente alucinante. Después nos íbamos, mi primo y yo, como si hubiéramos tenido una experiencia que debíamos guardar para siempre. No hablábamos nunca sobre eso. Teníamos miedo, estábamos aterrados, pero nos hacíamos los fuertes. Siempre tratábamos de mirar más tiempo que el otro para probarnos lo valientes que éramos, pero, en realidad, teníamos pánico de aquellos muertos, temíamos que un día uno de esos se levantaría y nos haría un guiño.
Años después, cuando estudiaba medicina, veía que los niños, los de la siguiente generación, se asomaban por los mismos huequitos, mientras yo recibía clase de anatomía. En una ocasión recordé mi antiguo temor, pero al mismo tiempo ese deseo en el fondo, de que uno de los muertos hiciera algo. Y pensé que eso mismo sentían esos niños que ahora miraban por esos mismos huequitos.
Tomé una mano amputada de una canasta que siempre estaba llena de partes conservadas, y me fui caminando muy bajito por el lado de la pared, a donde estaban los agujeritos poniendo la mano a una distancia suficiente para que los ojos de los niños la vieran. Estaba gris, no tenía menos de dos años de estar disecada. Yo, por la fuerza de la costumbre, ya no sentía ningún reato, ni siquiera el fuerte olor a formol me afectaba. Pero a los niños, ver esa mano que los saludaba, debió parecerles realmente aterrador, ya que salieron corriendo con un grito que todavía recuerdo, no sin dejar escapar una pequeña sonrisa.

viernes, 10 de julio de 2009

Diarios del pasado 4

Medellín, Éxodo

El día que me fui de Medellín llovió. No un chaparrón. Se puso negro todo el cielo, el ambiente era tan húmedo que casi se podía respirar agua. Yo estaba en el colegio, el INEM, recogiendo los papeles de traslado. Miré hacia arriba, no podía llorar, me había ganado mi huída con méritos. La vergüenza y la tristeza que sentía parecían reflejarse en las nubes cargadas, listas para dejar caer un aguacero que no olvidaría. Pero se tardaron, se tomaron su tiempo, y se dejaron venir, primero a goterones, grandes, espaciados, que con suerte no te daban, después la lluvia se fue haciendo más fina, más leve, más densa y no hubo a dónde huir.
Me escampé bajo un alero mientras pensaba en lo que sería mi futuro, en los amigos que no volvería a ver nunca más, en una ciudad que me esperaba y que para mí estaba reducida al olor del patio de mis abuelos maternos y al del cigarrillo eterno de mis abuelos paternos. Pensé en mis pecados, en Medellín, en esa ciudad que era enorme, querida, llena de emociones a la vista y escondidas.
La carrera 45 donde celebrábamos a Gardel como un profeta que se dignó morir aquí, en el Olaya Herrera, el mismo aeropuerto a donde iba con mis papás los domingos a chupar paleta y a que los aviones nos arrastraran con sus turbinas en la parte de atrás de la pista. Justo frente al cementerio Campos de Paz.
Nos agarrábamos a la reja al final de la pista. Los aviones llegaban hasta allí, se volteaban para comenzar el despegue. Se quedaban quietos un momento, después prendían las turbinas y empezábamos a sentir el aire caliente, luego a toda maquina y sentíamos que si nos soltábamos podíamos salir volando hasta el infinito, entonces arrancaba y la fuerza del aire se iba yendo con la aeronave. Mi papá nos asustaba diciéndonos que nos teníamos que coger bien de las rejas porque si no las turbinas nos mandarían hasta la avenida y después ya nos tocaba quedarnos en el cementerio.
Lo mejor era el olor que quedaba después, el aire caliente acompañado de paletas. Era una sensación incomparable. Un gusto tan simple y tan encantador como pocos que pueda recordar.
Supongo que la tarde que me fui de Medellín me hice hombre por un momento. Recordé, como supongo que lo hacen los viejos, cada momento de mi vida. Mi primera novia, una niña de ojos verdes como aceitunas (obvio que yo no tenía ni idea de las aceitunas en esa época), mi profesora de primero de primaria, la de segundo, el de tercero, las de cuarto y quinto. El día que presenté el examen de admisión al INEM. Recuerdo una pregunta:

¿Qué significa la frase: “A Dios rezando y con el mazo dando”?
a) A Dios rezando y maceando
b) A Dios rezando y disparando
c) A Dios rezando y trabajando
d) A Dios rezando y bostezando


Yo contesté B. Estuve seguro de esa respuesta hasta dos años después. El día que me fui de Medellín pensé que tal vez marcar B había marcado de alguna forma mi vida. Me di cuenta de que había leído mal y entendido mal casi todo y que casi todos los que me rodeaban lo hacían así también. Tomé entonces dos decisiones: no volvería a dejarme llevar por lo que yo creía que eran las cosas sino por lo que eran en realidad y no, por nada en el mundo, volvería a decepcionar a mis padres. He tenido tiempo de pisotear estas decisiones muchas veces.

miércoles, 10 de junio de 2009

Diarios del pasado 3

Medellín, José y sus hermanos

Mi mamá me dijo que iba a tener una hermana, que podía elegir el nombre. Yo creo, no lo recuerdo, que no lo pensé mucho y mi hermana, cuatro años menor que yo, fue bautizada por el resto de sus días como Diana Patricia. Después, unos cuatro años más tarde, vino otra niña, mi abuelo fue el encargado de ponerle el nombre. Como ese año quedó Miss Universo Astrid Carolina Herrera y me abuelo quería una nieta bien bonita, pues así se quedó. Lo peor es que en el colegio después todo el mundo le decía Astrid. Con los años se ha ido acostumbrando. El último llegó cuando yo estaba en el colegio, mi mamá me volvió a elegir como culpable del nombre. Como yo tenía un compañero muy inteligente y siguiendo la lógica de mi abuelo, decidí que se llamaría Juan David. Lo decidí antes de que naciera y antes de saber si era niño, a mí me parecía imposible que fuera otra niña y acerté. Además yo quería con quien jugar pelea, ya que mis hermanas eran bastante débiles y había que tratarlas con cuidado cuando las cascaba jugando. Incluso me batía en duelo con las dos al mismo tiempo y ganaba. Diana resultó una auténtica ñoña, la pasaron de tercero a quinto porque se tragó todos los libros de texto en el primer mes de escuela en la Agripina Montes del Valle.
Cuando estaba en el caminador, eso ya no se usa, parece, se me olvidó cerrarle el paso a las escalas que daban al primer piso y ella se rodó mientras yo hacía la siesta cuando se suponía que debía cuidarla. Dejó de aprender a caminar, no crecía, no pelechaba. Mis padres la llevaron a todos los médicos que había pero nadie daba con su mal. Hasta que al fin la llevaron a un hierbatero, creo, y él la diagnosticó: “está descuajada”. Mi mamá le preguntó cuál era el remedio y él le dio la vuelta, la cogió de los pies y la haló con fuerza hacia arriba. Luego se la entregó a mi mamá y le dijo: “ya está cuajada otra vez”, a los dos meses estaba caminando, se le había quedado la ropa y era ya una niña normal. Carolina era una niña retraída, como yo, no cogía ningún cuaderno, como yo, no estudiaba, como yo, pero le iba muy bien en la escuela, como yo. Nos entendimos bien desde que estaba chiquita. Yo disfrutaba haciéndola pensar que en la noche vendría Freddy Krueger y se la llevaría, hacía sombras con las manos como si fueran las cuchillas que el protagonista de Pesadilla sin fin llevaba siempre en vez de uñas. Las atormentaba hasta que mi papá se levantaba e imponía el orden.
Juan David fue una especie de bebé hasta cuando ya no lo era. Nada le gustaba, ni el colegio, ni las papas, ni los plátanos, ni la yuca… mis papás como si nada. A mi me hubieran dado una que ni les cuento si no me comía lo que me servían.
Me tocó ser papá por una época porque el nuestro andaba de viaje con las artesanías. Un día mi mamá me dijo que lo castigara por que no quería estudiar. Lo castigué, pero igual no quiso estudiar, luego le pegué unos correazos, se siguió negando. Finalmente le di una bofetada, tendría siete años y ya no se dejaba asustar con los golpes, se quedó mirándome, desafiándome, supe entonces que no podía con él. Haz lo que te de la gana, le dije. Al rato cogió los cuadernos.
Carolina era igual de terca, pero nunca me tocó, a Dios gracias, reconvenirla, ahora que está grande he tratado un par de veces, pero es como hablar a una imagen de yeso. Uno sabe que podría quebrarla, pero tampoco se lograría el objetivo.
Supongo que todos los hermanos mayores les hemos dicho a los menores alguna vez que son adoptados, que nunca vimos a nuestra madre engordar y todas esas cosas. Pero con los míos nunca funcionó, nunca se lo creyeron, me miraban con una inteligencia que me hacía odiarlos un poco. Pero en los pequeños detalles yo era bastante más astuto, por ejemplo, a la hora de comérmeles un buen trozo de la carne del almuerzo: “Juan David –le decía en las comidas-, te doy cien pesos si vas hasta la puerta de la calle, la tocas y vuelves en menos de 10 segundos”, era tiempo suficiente para robarle un buen trozo, pero demasiado corto como para que se ganara los cien pesos. A Carolina le señalaba algo en la nada y ella se quedaba mirando, como si en serio viera algo, tanto rato que había que volverla a llamar para que siguiera comiendo.

viernes, 5 de junio de 2009

Diarios del pasado 2

Medellín, crimen y castigo

Los niños llevaban para el recreo arepa con huevos revueltos en un porta, yo llevaba sánduche en una lonchera. Cada que podía cambiaba. Ellos llegaban con botellas de gaseosa llenas de chocolate caliente o café. A mi me ponían en un termo jugo de zanahoria (para la vista) o jugo de remolacha en leche (no tengo ni idea de sus propiedades) y estos sí eran imposibles de cambiar por nada. Me los tomaba resignado. Nunca pude imponerme contra las órdenes de mi madre en cuanto a la comida.
Un día hice trampa, o no, no recuerdo. Estaba en primero de primaria. Mi mamá me dijo que hacer trampa era como robar y que iba a darme una pela de la que me acordaría toda la vida. Cumplió con ambas promesas. Nunca volví a hacer trampa, hay lecciones que se aprenden sólo a los seis años.
Mis padres tenían formas de castigo sofisticadas. Cada que yo me portaba mal mi mamá me anunciaba la pela: “cuando venga su papá le va a dar una pela para que aprenda”. El resto del día yo me movía por la casa como un condenado. Ella no volvía a mencionar el tema, no permitía que yo tratara de convencerla o le hablara del asunto. Si me iba a dar un regalo, me lo daba. Si me iba a llevar a algún lado, lo hacía. Eso me ponía peor porque sabía que entre mejor fuera mi día, peor sería mi noche.
Mi papá llegaba disparejamente entre las 5:00 y las 7:00 p.m. Yo le preguntaba si me había traído algo, siempre, sin excepción, me traía “cositas”. Él me las entregaba y acto seguido me preguntaba cómo me había portado. “Pregúntele a mi mamá”, le contestaba.
Ella le decía que me tocaba pela por tal o cual cosa. Mi papá se quitaba, invariablemente, la correa justo en ese momento. Entonces mi mamá lo detenía: “No, Arturo, espere a que coma, no sea que se maluquee”.
Las comidas eran en el comedor, con mi hermana, eternas, a mí a duras penas me pasaba bocado y mi papá se iba poniendo más histérico cada vez. Al fin terminaba y se me venía la pela.
Una vez me gané, por buen comportamiento en la escuela, un pase para ir al circo y al mismo tiempo, por mal comportamiento en la casa, una pela. Mi papá, hombre práctico y de negocios, dijo que cambiáramos la pela por el circo. Mi mamá no estuvo de acuerdo: “el niño tiene que aprender cómo es el mundo, yo no lo voy a privar de todo lo que yo he estado privada, que vaya”. Mi papá le preguntó: “¿Y la pela?”. Ella fue enfática: “Cuando vuelva”.
Yo, por mi parte, tenía formas sofisticadas de evitar los castigos. Hice desaparecer una a una todas las correas de la casa, que ponía en la caneca de la basura. No había mejor plan que despedirme todos los martes y viernes de la basura.
Mi papá solucionó el problema tardía pero eficazmente, trajo un ramal de machete con doce –¡DOCE!- tiras de cuero, lo colgó en una puntilla alta y dijo duro, como hablando para todos y para nadie: “Si se siguen perdiendo las correas voy a tener que usar esto”, y como yo daba motivos casi todos los días, pues lo usó muchas veces antes de que atinaran a volver a comprar correas.
Era tal mi terror hacia los ramales que yo no tuve el valor de tirarlos a la basura hasta mucho tiempo después.
Cuando capte que significaba el verbo maluquiar (¿será maluquear?) me convertí en un actor natural. Con el primer correazo yo me ponía pálido, contenía la respiración y dejaba salir un silbido de la garganta bastante convincente, o al menos lo suficiente para que la madre pensara que yo me había maluquiado, a pesar de comer antes de la pela. Entonces ella misma intervenía y evitaba que me siguiera dando. A veces, incluso, mi actuación era tan buena que se sentía culpable de mis maluquiadas.

miércoles, 3 de junio de 2009

Diarios del pasado 1.

Medellín, primeros años

De la infancia recuerdo el terror que me daba que mi mamá se asomara durante las balaceras. Ella siempre quería saber primero, yo sentía al mismo tiempo rabia y temor. Ella movía un poquito la cortina y ojeaba lo que ocurría en la calle. Nos contaba por pedacitos como narrando una historia que ocurría muy lejos. Yo recordaba un huequito en la pared, hecho con un tiro de fusil, la había perforado y también una pared de enfrente. No me cabía en la cabeza que yo con ocho años pudiera percatarme de que las cortinas y lo vidrios no detienen las balas y ella pareciera creer que si. Mi hermanita y yo llorábamos, moquiabamos suplicando que se entrara, que se alejara de la ventana. Pero ella seguía contándonos lo que ocurría afuera y nosotros ni le parábamos bolas a los muertos por estar pendientes de la vida de la madre.
Vivíamos en la carrera 44 con 97 o 99 en Guadalupe, eran los límites entre Aranjuez y Manrique. Allí se peleaban, cuadra a cuadra, el dominio las Milicias Populares y Los Calvos.
Mi casa era de un verde claro y fluorescente que permitía ser vista desde casi cualquier parte de la ciudad con vista hacia la Comuna Nororiental. Pero era especialmente bonita verla desde el frente, una comuna gigantesca que yo denominaba sólo Castilla.
El mapa de mi infancia era amplio, en una ciudad enorme. A los siete años tuve que aprender a montar en bus, aprenderme los números de las rutas y tomar cuatro diarios para terminar segundo de primaria en la Escuela San Francisco de Asís en Villatina. Nos fuimos de ese barrio hacia Manrique, en parte, huyendo de la violencia, pero de esos días no tengo recuerdos de violencia, excepto en la escuela, donde estaba, Elsa la profesora que me enseñó a leer, una mujer dulce que llamaba al rector cada vez que había que darle una pela con regla de madera a alguno de mis compañeros que se resistían a la educación a la moderna. Mi casa en Villatina era enorme pintada con murales de animales que incluían cisnes y renos, aunque yo en esa época, por supuesto, no sabía que esos eran cisnes y renos, sino sólo pájaros y caballos.
Tomaba el bus 091 que me bajaba de Villatina, que estaba a media falda de un morro conocido como Pandeazúcar y que un buen día se dejó venir convirtiendo a todos mis antiguos vecinos en huéspedes permanentes de un campo santo.

martes, 26 de mayo de 2009

Como en casa

Acabo de ocupar mi nueva casa. No tengo mucho: un cerro de libros, un colchón, un televisor, un DVD y, difícilmente, cuatro o cinco cosas más.
Es extraño, pero no siento que sea mi casa. Llego y me siento como si estuviera de visita. No me acostumbro todavía a ese baño, a esas paredes pintadas de blanco arena (por elección mía); esa cocina tan pequeña me da tristeza.
Envidio a mis amigos de otras latitudes que pueden decirle casa incluso a su cuarto en un hotel, que no ocuparán por más de dos o tres días. A mi todavía me cuesta trabajo no decirle casa a la casa de mi mamá y mi papá.
Viviendo con mi hermana pude decirle mi casa algún tiempo, como sin querer, hasta que ella me dejó muy claro que era su casa, entonces ya no pude soportar vivir allí. Ahora estoy en un espacio que podría ser mi casa, pero no lo es (todavía), y me pregunto ¿qué hace que una casa sea mi casa? ¿Los recuerdos que la pueblan? ¿Los elementos que la ocupan? ¿La mirada de quien las habita? No sé.
Lo que sí se es que la casa se está poblando, poco a poco de cosas mías, pero que parece que ahora son de ella. Eso me asusta un poco, un día podría levantarme y ser yo su inquilino, como en un manido cuento de Cortazar.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Los viajes del viento




Salí del cine con una sensación de vacío. Eso suele ocurrir cuando uno tiene muchas expectativas. Pero es que con ese trailer, con esa fotografía, se anunciaba algo contundente, por lo menos con una imagen como no se había visto antes en Colombia. Y así fue. Todo un homenaje a la forma, pero sin fondo, lo peor es que no es a propósito, Ciro trata de contar una historia pero no lo logra, se le va de las manos, logra componer planos hermosos, que incluso dicen mucho, pero luego se le vienen abajo cuando trata de unirlos. El sacrificio pudo ser total dejando a un lado la historia y lograr algo interesante, pero quiso aguantar con un par de actores decentes, de contarnos el itinerario de un acordeón.

Otra cosa que no soporto es que matara la magia de la costa, que sus personajes fueran tan descreídos, que además la fotografía fuera tan perfecta que pasara a ser aséptica. No se sienten el bochorno, los olores, el bullicio... todo es demasiado hermoso. Demasiado frío (¿Demasiado cachaco?).

viernes, 15 de mayo de 2009

Filosofía de la ciencia

Tengo filosofía de la ciencia a las 7:00 de la mañana. Algunas veces la profesora va a clase con minifalda. Es difícil, en serio, muy difícil, tratar de entender a Khun, a Lakatos, a Popper y además mirar el tablero en vez de a sus piernas cuando escribe. Medio en chiste le dije hace unos quince días que no había derecho a que fuera con minifalda y esperara que nos concentraramos. No se la ha vuelto a poner. Es una lástima. Una verdadera lástima. Khun ya no es lo mismo, Lakatos es más árido y Popper y el falsacionismo ya no son dos pilares interesantes.

jueves, 14 de mayo de 2009

Se murió Bebé


Mientras todos los noticieros y periódicos del país le dedican grandes espacios a la muerte de Rafael Escalona (no sin razón). Sólo El Espacio, el periódico más amarillista de Colombia, decidió darle la primera página a la muerte de Luis Miguel Noyal, el payaso Bebé, quien fuera el clown más famoso del país.
Me preguntaba que pensaba el director de El Espacio para privilegiar la cara de un payaso patético, triste, derrotado, viejo, pobre, con una naríz ridícula y los labios pintados de rojo, sobre la de Escalona. ¿Pueden creer que me lo prengunté? La razón de mi duda es que creo que yo habría hecho lo mismo si hubiese estado en mis manos elegir, aunque no fuera un periódico que se dedique a vender miseria ¿alguno no lo hace? La cara de Bebé me recordó mi infancia. Me hizo pensar en cómo será caer de la fama a la casi indigencia (cuando todavía se tiene dignidad).
Hace poco Escalona se quejaba en la W de que las disqueras lo habían estafado. Julito llamó al aire al representante de la disquera y este tuvo que confesar, aunque claramente no quería, que se le habían dado, no hace mucho, 300 millones de pesos como un adelanto, cosa que rara vez hacen, y que no se explicaban qué paso con esa plata.
Me imagino a Bebé, sin una pierna, en un ancianato, recordando la época en que los niños lo amaban, ahora debían verlo como al viejo del costal.
Yo lo hubiera puesto en primera página, es más le hubiera hecho una escultura de como era en sus últimos días para que todos puedan ver cómo será cuando termine.

miércoles, 13 de mayo de 2009

¿Qué lees?

Tengo un amigo inquisidor que todo el día se la pasa preguntándole a quien se encuentra qué está leyendo. Ayer estuve por casualidad oyendo lo que contestaban algunos de los que estaban en la Librería. De pronto salió a colación Rayuela. Cada que escucho ese nombre siento un escozor por todo el cuerpo. Varios de mis queridos amigos son lectores apasionados de Cortázar, pero cuando se trata de Rayuela su pasión se transforma en otra cosa: en fanatismo.
Nunca he podido con Rayuela, que por lo demás me parece una novela para adolescentes. No digo una mala novela. Siento que estos seres que andan por ahí, diciendo de memoria el capítulo siete, deberían visitar a su psiquiatra. Necesitan sentir que aun son jóvenes y usan a Cortázar como un pretexto adulto para seguir apegados al pasado.
Niños, por Dios, mis amores, Rayuela es como la teta de la mamá, rica para comenzar, para nutrir, pero en el mundo también hay salmón y caviar.

jueves, 7 de mayo de 2009

Fui posmoderno

Mi primera entrada en este blog ha sido como una patada bien puesta para mis amigos y lectores desprevenidos.

Los primeros me miran raro. Tratan de cambiar el tema cuando les pregunto por mi nuevo blog. Dicen cosas como: "interesante", "veo que tienes un nuevo estilo" y cosas así. Los segundos me miran compasivamente.

Pues bien, la buena noticia es que no me he vuelto posmoderno. Lo que pasa es que mi broma fue muy mala. Le pedí a Misael que dijera palabras de la jeringoza de los invitados y críticos posmodernos tipo Festival de la Imagen. Las arrume sin orden aparente y salió mi primer texto que quería parecer sardónico. Con tan mala suerte que a todos les parece que tiene sentido. Incluso los posmodernos me miran como si ahora hiciera parte de su club. Nunca creí que pasaría pero hasta sin proponermelo soy coherente. Conclusión: jugar con los pos puede ser terrible. De todas formas ha sido productivo.

sábado, 2 de mayo de 2009

Paisajes acústicos o encuentros con las fisuras de la sonoridad

Durante la inauguración del Festival de la imagen el público pudo escuchar-mirar el trabajo que el artista Sergí Jordá realiza sobre su reactable; un instrumento (¿?) creado por él que produce sonidos a medida que diferentes formas, colores y estructuras interactúan sobre una pantalla de luz.

Es durante esta presentación que se entiende el difícil e inalienable concepto de no-lugar como espacio en dónde el hombre contemporáneo se ve obligado a confrontarse a través de una mirada ya no regida por el canon, sino por la necesidad de la búsqueda que se justifica en sí misma sin más referentes que lo plausible en la dualidad sonido-imagen, que es al mismo tiempo reflejo de la crisis del sujeto creador que en medio de un espacio no convencional desparametraliza las nociones protocolares del sonido como se entiende en los imaginarios tradicionales.

Por su lado el espectador está allí, atado, tratando, a veces de entender, y otras comprendiendo que no hay que racionalizar cuando se entrega al azar el juego de la creación. El hombre indefenso ante la máquina, como antes ante la naturaleza. Y es ahí que la labor del creador es tomar las riendas, tratar de vencer el ruido y hacer algo con él. Algo que se parezca a… aquí el otro elemento importante de este tipo de producciones, no hay mímesis, no hay referentes, no hay límite y sin límite se llega a la experimentación total, pero también al vacío, a la nada que marea y perplejiza.
 
Header Image from Bangbouh @ Flickr