domingo, 23 de agosto de 2009

Prólogo de "Lo que sobra del silencio"

Escribí este prólogo más con el corazón que con la razón. Sabrán disculparme.


Viví durante cuatro años bajo su yugo. La Patria me contrató sin un día de experiencia y le impuso mi adiestramiento al jefe de redacción; un tipo extraño, una especie de niño grande que hacía pataletas cuando las cosas no salían o no se hacían como él quería. Su frase de combate era: “no entiendo”. Todo había que explicárselo tres o cuatro veces, escogiendo muy bien las palabras. Si no le gustaba lo que escuchaba, uno terminaba a toda carrera, con él detrás blandiendo su zapato.
Así, la sala mantenía en un constante hervor que hacía que trabajar allí fuera la cosa más divertida del mundo. Orlando Sierra era encantador cuando estaba de buen humor y entretenido cuando estaba enojado. Con otros.
Alguna vez le pedí ayuda con una entrevista en la que yo creía que no lograba ser justo con el personaje. Se sentó en mi computador, la volteó, la moldeó como si fuera arcilla en manos de un alfarero y convirtió mi chapucera y clásica pregunta-respuesta en algo lleno de color y magia.
Terminó y se fue sin decir nada. Cuando iba a mitad de camino entre mi cubículo y su oficina le grité medio histérico: “así no tiene gracia”. Paró en seco y se quedó mirándome. “No entiendo”, me dijo, mientras se iba devolviendo lentamente, esperando oír algo que mínimamente no le gustara, para embestir.
“Pues la entrevista quedó muy bien, pero yo no aprendí nada”. Cuando terminé dio media vuelta sobre sus talones, un gesto muy suyo, y se fue hacia su oficina. Regresó con un casete en las manos: “esta es la entrevista con Mario Vargas Llosa, me dijo, desgrábela”.
Para cualquier periodista de la sala de redacción desgrabar algo de otro era trabajo de secretaria. Sin embargo, en el proceso entendí varias cosas: la magia de mi jefe escribiendo entrevistas estaba en su fingida ingenuidad.
Una vez presencié en la casa de Carlos Arboleda un duelo entre el escritor Santiago Gamboa y Orlando, para ver cuál de los dos era capaz de citar de memoria más comienzos de libros de Vargas Llosa; se tuvo que declarar un empate al final, porque se acabaron los títulos.
Mi jefe conocía a Vargas Llosa al derecho y al revés, era un ferviente admirador. Sin embargo, al comienzo de la entrevista era como si no lo conociera. Yo no entendía. Le preguntaba cosas que era obvio que Orlando sabía. Tuvo que pasar más de una hora para que me diera cuenta de qué ocurría. Él tejía una red de preguntas, de palabras, en la que se iba ganando al personaje. Les preguntaba por las cosas que ellos ya habían contado hasta el cansancio, pero siempre lograba sacarles algún detalle que no habían dado nunca. Después, con su red de palabras, convertía cualquier entrevista en una conversación.
En la segunda parte de sus sesiones interrogatorias (no se me ocurre otro nombre), cambiaba de estrategia: dejaba de preguntar y se dedicaba a hacer afirmaciones largas y bien elaboradas con el ánimo de picar la lengua, de que el personaje dijera lo que quisiera, para conocerlo también en su personalidad, a través de sus respuestas. Sus entrevistas eran largas, larguísimas, y sus preguntas, la mayoría de las veces, eran más largas que las respuestas de su personaje.
Esa era la primera etapa. La segunda era la escritura. No sé cómo lo hacía en todas pero sí puedo decir como lo hizo muchas veces. Tomaba un puñado de frases que le parecían importantes, contundentes, interesantes o simplemente con color y las ponía a un lado. Eso lo usaba para las respuestas. Lo demás lo aprovechaba para describir la personalidad de su entrevistado, para crear largas digresiones y contextualizar.
Además era un observador de los gestos. Podía ver los nervios en el mover de las manos, la ira en el temblar del labio, la soberbia en una ceja que se levantaba, y hacérselo ver al lector.
Esta selección de textos, que no antología, recoge cerca de 15 años de entrevistas suyas, la mayoría de índole político. El lector seguramente las disfrutará al darse cuenta que nada parece cambiar, por lo que algunas están tan vigentes como el día que se escribieron.
Era fácil reconocer el valor de Orlando en su Punto de encuentro, pero muchas veces hubo más coraje en las entrevistas. La columna era escrita en la intimidad, mientras que éstas aparecían como fruto de un diálogo en el que no se amilanaba frente a su compañero de conversación, sin importar si era un político -que regía como una especie de pequeño dios estas tierras- o el hombre fuerte del café.
Después de terminar la transcripción de Mario Vargas Llosa, se sentó a mi lado y comenzó a editar, dándome una clase de cómo se hace. Sobre todo, entendí que hay cosas que se aprenden y hay cosas que se hacen por intuición, y la de él era increíble.
Los prólogos suelen ser mortalmente aburridos, así que, para terminar, un par de precisiones sobre este volumen: la selección de los textos se hizo con varios criterios: que hubiera algo de cada época, que los personajes todavía se recordaran o que la historia fuera tan buena que no importara si el lector conoce el personaje. También hay criterios subjetivos, como él hubiese querido.
Aparecen dos obituarios. Era un maestro haciendo eso de hablar de los muertos sin tener que llenar los párrafos de eufemismos y calificativos elogiosos. Nos hace ver que los seres humanos están construidos de virtudes y defectos y que finalmente eso es lo que recordamos. Tal vez este también es un pequeño obituario.
No se incluye la entrevista con Vargas Llosa porque Orlando no hubiera querido: yo la arruiné tratando de pasarme de listo. Y faltan muchas, muchas, pero podría apostar a que con estas se divierten.

domingo, 2 de agosto de 2009

Diarios del pasado 7

Manizales, las cosas que pasan


Conocí a esta mujer un día que iba en la camioneta del periódico, mirando por la ventanilla. ella llevaba agua en un tarro de pintura. Me bajé y le pregunté dónde vivía. “Aquí” me dijo, “¿aquí dónde?”, le pregunté, “aquí” y me señaló la ladera al lado de la avenida que del Batallón conduce al Bosque Popular. Mandé al chofer de regreso y me quedé con ella.
Conversamos un rato y luego me ofreció aguapanela preparada en un fogón de leña alimentado por palos pintados con pintura de aceite. El olor era nauseabundo, pero ella me la ofreció con tono desafiante. Acepté y ella, a cambio, confesó su historia en un largo monólogo. Había sido víctima del terremoto de Armenia, se había quedado sin familia y su compañero se había ido.
Publiqué la historia sabiendo que era buena, pero que nada cambiaría. Al día siguiente el alcalde prometió que mientras el estuviera dirigiendo los destinos de los manizaleños, nadie viviría bajo un puente. Y cumplió. No la volví a ver.
Como un año después me la encontré, iba con cinco perros y una pierna enyesada desde la rodilla. Verme fue como si viera al diablo. Logré calmarla y me contó la tragedia que representó conocerme. Ella accedió a darme la entrevista porque esperaba que así más gente le llevara mercaditos y ropa que ya no usara. Y así fue durante una semana, pero después llegó la gente de la Alcaldía y la desalojó. Ella se fue a vivir monte abajo en el mismo sector. Un día uno de sus perros le ladró y ella se asustó y rodó por la ladera quebrándose la tibia o el peroné, no recuerdo. De milagro la encontraron y ahora andaba así.
Me fui indignado y escribí una nueva crónica. Al finalizar llamé al Alcalde y le conté, además lo amenacé con hacerlo quedar como un culo. Él se rió conmigo, y desde el otro lado del teléfono me dijo: “vaya donde la señora en media hora”.
Cuando llegué me encontré una ambulancia, estaba el secretario de Gobierno, la secretaria de Salud, el jefe de la Oficina Municipal de Atención y Prevención de Desastres y la señora.
Parecía el fin del mundo: ella peleaba, los perros ladraban y todos trataban de explicarlo algo al mismo tiempo. No podía permitir que volvieran a sacarla a las malas, así que me fui como un energúmeno, le dije al fotógrafo que le sacara a todos fotos y que se preparara para lo peor.
Me acerqué y pregunté que pasaba. La secretaria de salud me habló: "vinimos a decirle que tenía cupo en un ancianato. Que le vamos a dar medio sueldo mensual y tratamiento médico y que una señora se ha ofrecido a adoptarla para darle lo que necesite. Pero se niega a irse".
Miré a la señora y le pregunté si era cierto. Ella me vio de nuevo con una rabia que me asustó: “cada vez que usted viene tengo más problemas, yo no me quiero ir, estoy muy contenta con mis perros y usted no entiende que yo pueda ser feliz así, si usted necesita un ancianato o un sueldo váyase con ellos y no me vuelva a molestar”.
Me fui con el rabo entre las patas, igual la ambulancia y los funcionarios. Al rato el Alcalde me llamó conteniendo la risa y el triunfo, me contó que había tratado de ayudarla varias veces y siempre era lo mismo.
“Augusto, me dijo, nosotros tenemos una vida diferente, a veces no entendemos que la gente pueda ser feliz de otra manera que de la nuestra. Pero es así.”

No lo sé de cierto, pero por allá en 1962 hubo un terremoto en Manizales y un santo de una de las torres de la catedral fue a dar de cabeza en el orinal de un bar en una de las calles aledañas a ella. Esto produjo dos muertos. Tengo datos de uno. Una mujer, tan piadosa como cualquiera. Se quedó mirando con estupor a la torre, al santo, lo cerca que había caído de ella. El terremoto la dejó impávida sin saber qué decir ni qué hacer, más de cinco minutos estuvo así hasta que recordó a su familia. Pensó en el daño que había hecho el temblor a un templo aparentemente indestructible. Pensó en su esposo, en sus tres hijitos y emprendió una carrera hacia el barrio El Carmen en busca de ellos.
La gente al verla pasar pensó que era una loca. Cuando llegó a la casa los encontró a todos bien, asustados, pero bien. Entonces cayó en los brazos de su esposo y dio gracias a Dios por haberlos mantenido con vida. Mijo, le dijo, yo le ofrecí a Dios que me llevara a mí y no a usted para que los niños estén bien y cerró los ojos para dormir, como en un cuento de hadas, en los brazos de su amado.
Cuando le pregunté a mi abuelo de qué había muerto la abuela, él contesto sin dudar: "se le reventó la hiel". "Abuelo, le dije, será que le dio un infarto". Me miró como si yo no entendiera las cosas: "Se le reventó la hiel", repitió con voz potente. "Hizo negocios con Dios y eso no se hace".
Mi mamá no aprendió la lección. Cuando yo estaba muy pequeño me dio bronconeumonía. Los médicos decidieron que iba a morir. Mi mamá me llevó a Sabaneta, donde cada martes van romerías a pedir milagros a la virgen, me puso en los brazos de María Auxiliadora y le dijo en tono amenazante: "de ahora en adelante este hijo no es mío sino tuyo, te lo entrego, vos verás si lo dejás morir". Se paró dejándonos solos, después me recogió y me llevó al hospital.
 
Header Image from Bangbouh @ Flickr