Medellín, José y sus hermanos
Mi mamá me dijo que iba a tener una hermana, que podía elegir el nombre. Yo creo, no lo recuerdo, que no lo pensé mucho y mi hermana, cuatro años menor que yo, fue bautizada por el resto de sus días como Diana Patricia. Después, unos cuatro años más tarde, vino otra niña, mi abuelo fue el encargado de ponerle el nombre. Como ese año quedó Miss Universo Astrid Carolina Herrera y me abuelo quería una nieta bien bonita, pues así se quedó. Lo peor es que en el colegio después todo el mundo le decía Astrid. Con los años se ha ido acostumbrando. El último llegó cuando yo estaba en el colegio, mi mamá me volvió a elegir como culpable del nombre. Como yo tenía un compañero muy inteligente y siguiendo la lógica de mi abuelo, decidí que se llamaría Juan David. Lo decidí antes de que naciera y antes de saber si era niño, a mí me parecía imposible que fuera otra niña y acerté. Además yo quería con quien jugar pelea, ya que mis hermanas eran bastante débiles y había que tratarlas con cuidado cuando las cascaba jugando. Incluso me batía en duelo con las dos al mismo tiempo y ganaba. Diana resultó una auténtica ñoña, la pasaron de tercero a quinto porque se tragó todos los libros de texto en el primer mes de escuela en la Agripina Montes del Valle.
Cuando estaba en el caminador, eso ya no se usa, parece, se me olvidó cerrarle el paso a las escalas que daban al primer piso y ella se rodó mientras yo hacía la siesta cuando se suponía que debía cuidarla. Dejó de aprender a caminar, no crecía, no pelechaba. Mis padres la llevaron a todos los médicos que había pero nadie daba con su mal. Hasta que al fin la llevaron a un hierbatero, creo, y él la diagnosticó: “está descuajada”. Mi mamá le preguntó cuál era el remedio y él le dio la vuelta, la cogió de los pies y la haló con fuerza hacia arriba. Luego se la entregó a mi mamá y le dijo: “ya está cuajada otra vez”, a los dos meses estaba caminando, se le había quedado la ropa y era ya una niña normal. Carolina era una niña retraída, como yo, no cogía ningún cuaderno, como yo, no estudiaba, como yo, pero le iba muy bien en la escuela, como yo. Nos entendimos bien desde que estaba chiquita. Yo disfrutaba haciéndola pensar que en la noche vendría Freddy Krueger y se la llevaría, hacía sombras con las manos como si fueran las cuchillas que el protagonista de Pesadilla sin fin llevaba siempre en vez de uñas. Las atormentaba hasta que mi papá se levantaba e imponía el orden.
Juan David fue una especie de bebé hasta cuando ya no lo era. Nada le gustaba, ni el colegio, ni las papas, ni los plátanos, ni la yuca… mis papás como si nada. A mi me hubieran dado una que ni les cuento si no me comía lo que me servían.
Me tocó ser papá por una época porque el nuestro andaba de viaje con las artesanías. Un día mi mamá me dijo que lo castigara por que no quería estudiar. Lo castigué, pero igual no quiso estudiar, luego le pegué unos correazos, se siguió negando. Finalmente le di una bofetada, tendría siete años y ya no se dejaba asustar con los golpes, se quedó mirándome, desafiándome, supe entonces que no podía con él. Haz lo que te de la gana, le dije. Al rato cogió los cuadernos.
Carolina era igual de terca, pero nunca me tocó, a Dios gracias, reconvenirla, ahora que está grande he tratado un par de veces, pero es como hablar a una imagen de yeso. Uno sabe que podría quebrarla, pero tampoco se lograría el objetivo.
Supongo que todos los hermanos mayores les hemos dicho a los menores alguna vez que son adoptados, que nunca vimos a nuestra madre engordar y todas esas cosas. Pero con los míos nunca funcionó, nunca se lo creyeron, me miraban con una inteligencia que me hacía odiarlos un poco. Pero en los pequeños detalles yo era bastante más astuto, por ejemplo, a la hora de comérmeles un buen trozo de la carne del almuerzo: “Juan David –le decía en las comidas-, te doy cien pesos si vas hasta la puerta de la calle, la tocas y vuelves en menos de 10 segundos”, era tiempo suficiente para robarle un buen trozo, pero demasiado corto como para que se ganara los cien pesos. A Carolina le señalaba algo en la nada y ella se quedaba mirando, como si en serio viera algo, tanto rato que había que volverla a llamar para que siguiera comiendo.
Zonzo
Hace 7 años