viernes, 5 de junio de 2009

Diarios del pasado 2

Medellín, crimen y castigo

Los niños llevaban para el recreo arepa con huevos revueltos en un porta, yo llevaba sánduche en una lonchera. Cada que podía cambiaba. Ellos llegaban con botellas de gaseosa llenas de chocolate caliente o café. A mi me ponían en un termo jugo de zanahoria (para la vista) o jugo de remolacha en leche (no tengo ni idea de sus propiedades) y estos sí eran imposibles de cambiar por nada. Me los tomaba resignado. Nunca pude imponerme contra las órdenes de mi madre en cuanto a la comida.
Un día hice trampa, o no, no recuerdo. Estaba en primero de primaria. Mi mamá me dijo que hacer trampa era como robar y que iba a darme una pela de la que me acordaría toda la vida. Cumplió con ambas promesas. Nunca volví a hacer trampa, hay lecciones que se aprenden sólo a los seis años.
Mis padres tenían formas de castigo sofisticadas. Cada que yo me portaba mal mi mamá me anunciaba la pela: “cuando venga su papá le va a dar una pela para que aprenda”. El resto del día yo me movía por la casa como un condenado. Ella no volvía a mencionar el tema, no permitía que yo tratara de convencerla o le hablara del asunto. Si me iba a dar un regalo, me lo daba. Si me iba a llevar a algún lado, lo hacía. Eso me ponía peor porque sabía que entre mejor fuera mi día, peor sería mi noche.
Mi papá llegaba disparejamente entre las 5:00 y las 7:00 p.m. Yo le preguntaba si me había traído algo, siempre, sin excepción, me traía “cositas”. Él me las entregaba y acto seguido me preguntaba cómo me había portado. “Pregúntele a mi mamá”, le contestaba.
Ella le decía que me tocaba pela por tal o cual cosa. Mi papá se quitaba, invariablemente, la correa justo en ese momento. Entonces mi mamá lo detenía: “No, Arturo, espere a que coma, no sea que se maluquee”.
Las comidas eran en el comedor, con mi hermana, eternas, a mí a duras penas me pasaba bocado y mi papá se iba poniendo más histérico cada vez. Al fin terminaba y se me venía la pela.
Una vez me gané, por buen comportamiento en la escuela, un pase para ir al circo y al mismo tiempo, por mal comportamiento en la casa, una pela. Mi papá, hombre práctico y de negocios, dijo que cambiáramos la pela por el circo. Mi mamá no estuvo de acuerdo: “el niño tiene que aprender cómo es el mundo, yo no lo voy a privar de todo lo que yo he estado privada, que vaya”. Mi papá le preguntó: “¿Y la pela?”. Ella fue enfática: “Cuando vuelva”.
Yo, por mi parte, tenía formas sofisticadas de evitar los castigos. Hice desaparecer una a una todas las correas de la casa, que ponía en la caneca de la basura. No había mejor plan que despedirme todos los martes y viernes de la basura.
Mi papá solucionó el problema tardía pero eficazmente, trajo un ramal de machete con doce –¡DOCE!- tiras de cuero, lo colgó en una puntilla alta y dijo duro, como hablando para todos y para nadie: “Si se siguen perdiendo las correas voy a tener que usar esto”, y como yo daba motivos casi todos los días, pues lo usó muchas veces antes de que atinaran a volver a comprar correas.
Era tal mi terror hacia los ramales que yo no tuve el valor de tirarlos a la basura hasta mucho tiempo después.
Cuando capte que significaba el verbo maluquiar (¿será maluquear?) me convertí en un actor natural. Con el primer correazo yo me ponía pálido, contenía la respiración y dejaba salir un silbido de la garganta bastante convincente, o al menos lo suficiente para que la madre pensara que yo me había maluquiado, a pesar de comer antes de la pela. Entonces ella misma intervenía y evitaba que me siguiera dando. A veces, incluso, mi actuación era tan buena que se sentía culpable de mis maluquiadas.

7 comentarios:

tati gutierrez dijo...

jajajajajajaja....esto es lo mejor, no sabes como te extraño, y como extraño que me leas lo que escribes, esos fueron muy buenos y bellos tiempos, me encantar leerte, tu me haces reir,es importante ahora que lo necesito tanto, gracias por seguir alli, siempre conmigo de una u otra manera, siempre acompañandome, te presentas como un buen recuerdo, como un botoncito rojo o verda al lado izquierdo del monitor, o como un texto que me hace recordar las noches de tragos y buena comida en tu casa, y me parece imposible que tus padres, un par de señores que no le hacen mal a nadie y que se ven tan dulces, hayan sido tan jodidos.... de verdad me encanto esto.

te quiero mucho....chaoooo

Juan Mauricio Peña dijo...

Parce, excelente historia. Me lo imaginé fingiendo las maluquiadas y con todo el perdón, no pude contener la risa. En una próxima entrada cuéntenos un poco más de por qué le daban tanta pela; hombre, ¿qué era lo que hacía pues? No creo que sus papás sean los únicos "malos" del paseo. Saludos.

Anónimo dijo...

Menos mal Ud. eligió los libros. A mi nadie me sacará de la cabeza que ese HP maltrato es -en buena parte- casusante de la violencia que se vive en el país.

Carlos Augusto Jaramillo dijo...

No es tan así Lucaz, eran otros tiempos y la verdad tuve una infancia muy, pero muy feliz. Yo era más bien caspita y ahora no se le pega a los niños, pero en esa época era lo más normal que uno se ganara unos correazos. Ni con traumas, ni con ganas de acabar con el mundo. Más bien lo recuerdo como algo curioso. Yo era el mayor y luego mis papás nunca tocaron a mis otros hermanos. Además son lo más queridos (mis papás, mis hermanos no tanto).

Juan Mauricio Peña dijo...

Será porque les faltó correa o qué...

Por mi parte pienso que al menos en tres o cuatro ocasiones en la vida de todo niño hay que darle sus correazos. Sizas. Vamo a ver si cuando "tenga" que hacerlo no me tiembla la mano.

Ángela Cuartas dijo...

¡Que viva la correa! ¡Que mueran los blanditos!

Natalia. dijo...

jajaja, yo también hacía teatro...
A mi me amenazaban con correazos por nada cuando viajaba de Manziales a Cali, pues mi familia vivia en Manizales y nosotros en Cali y en el viaje por algua razón, siempre me portaba mal. jajjaa

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