miércoles, 3 de junio de 2009

Diarios del pasado 1.

Medellín, primeros años

De la infancia recuerdo el terror que me daba que mi mamá se asomara durante las balaceras. Ella siempre quería saber primero, yo sentía al mismo tiempo rabia y temor. Ella movía un poquito la cortina y ojeaba lo que ocurría en la calle. Nos contaba por pedacitos como narrando una historia que ocurría muy lejos. Yo recordaba un huequito en la pared, hecho con un tiro de fusil, la había perforado y también una pared de enfrente. No me cabía en la cabeza que yo con ocho años pudiera percatarme de que las cortinas y lo vidrios no detienen las balas y ella pareciera creer que si. Mi hermanita y yo llorábamos, moquiabamos suplicando que se entrara, que se alejara de la ventana. Pero ella seguía contándonos lo que ocurría afuera y nosotros ni le parábamos bolas a los muertos por estar pendientes de la vida de la madre.
Vivíamos en la carrera 44 con 97 o 99 en Guadalupe, eran los límites entre Aranjuez y Manrique. Allí se peleaban, cuadra a cuadra, el dominio las Milicias Populares y Los Calvos.
Mi casa era de un verde claro y fluorescente que permitía ser vista desde casi cualquier parte de la ciudad con vista hacia la Comuna Nororiental. Pero era especialmente bonita verla desde el frente, una comuna gigantesca que yo denominaba sólo Castilla.
El mapa de mi infancia era amplio, en una ciudad enorme. A los siete años tuve que aprender a montar en bus, aprenderme los números de las rutas y tomar cuatro diarios para terminar segundo de primaria en la Escuela San Francisco de Asís en Villatina. Nos fuimos de ese barrio hacia Manrique, en parte, huyendo de la violencia, pero de esos días no tengo recuerdos de violencia, excepto en la escuela, donde estaba, Elsa la profesora que me enseñó a leer, una mujer dulce que llamaba al rector cada vez que había que darle una pela con regla de madera a alguno de mis compañeros que se resistían a la educación a la moderna. Mi casa en Villatina era enorme pintada con murales de animales que incluían cisnes y renos, aunque yo en esa época, por supuesto, no sabía que esos eran cisnes y renos, sino sólo pájaros y caballos.
Tomaba el bus 091 que me bajaba de Villatina, que estaba a media falda de un morro conocido como Pandeazúcar y que un buen día se dejó venir convirtiendo a todos mis antiguos vecinos en huéspedes permanentes de un campo santo.

3 comentarios:

Juan Mauricio Peña dijo...

Parce, apenas me entero de que comenzó un blog "independiente". Ya me había cansado de adivinar quién era el que escribía las entradas en nosvanaperdonar. Creo que es mejor así, aunque no sé si habrá decidido abandonar el que tenía con Pablo. Como sea, ya se estaban pareciendo a una versión cantinflesca de Borges y Bioy Casares.

Simpáticas las discusiones sobre cortazarianos y anticortazarianos, otra versión cantinflesca y vanidosa de uribistas y antiuribistas.

Buena cosa la de no perder el ritmo de escritura y pensar el blog como una sala de ensayo. De la entrada de hoy, por ejemplo, se puede sacar un cuento que al final deje la sensación de que fue su infancia la que quedó sepultada cuando el Pandeazúcar se derritió. Un camposanto de la infancia... en fin.

Suerte mijo, lo seguiré leyendo.

Juan Mauricio Peña dijo...

Soy Peña, por las dudas.

Anónimo dijo...

El día que "se vino" el Pan de Azucar yo estaba en la "Torre de Control", era un cuartito de madera encima de la casa de los Donadío (al frente de la famosa Casa del Millón" en Laureles) estábamos como siempre hablando mierda, fumando marihuana y a ratos oyendo el partido de Nacional, en ese momento Oreste el pintor de la familia estaba justamente mirando con los vinóculos hacia ese sector, alcanzó a ver a lo lejos el movimiento de la tierra y como el color rojo ladrillo de algunas construcciones (ya no había verde sino mucho más arriba)se convirtió en color lodo claro, por la distancia y el tamaño de los vinóculos no pudo ver en detalle...pero -a lo mejor sería por la traba- juraba que captó algo del deslizamiento y algo similar a muchos brazos siendo deborados por el fango. Vale la pena mencionar que era una tarde dominical muy cálida y que el percance se originó por que centenares de mangueras que llevaban agua a las casas poco a poco fueron filtrando la tierra hasta que cedió el terraplén, ya de por si bien socavado por las mismas construcciones, en resumen no fue efecto del invierno. Buen relato, buen blog Carlos A.

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