miércoles, 10 de junio de 2009

Diarios del pasado 3

Medellín, José y sus hermanos

Mi mamá me dijo que iba a tener una hermana, que podía elegir el nombre. Yo creo, no lo recuerdo, que no lo pensé mucho y mi hermana, cuatro años menor que yo, fue bautizada por el resto de sus días como Diana Patricia. Después, unos cuatro años más tarde, vino otra niña, mi abuelo fue el encargado de ponerle el nombre. Como ese año quedó Miss Universo Astrid Carolina Herrera y me abuelo quería una nieta bien bonita, pues así se quedó. Lo peor es que en el colegio después todo el mundo le decía Astrid. Con los años se ha ido acostumbrando. El último llegó cuando yo estaba en el colegio, mi mamá me volvió a elegir como culpable del nombre. Como yo tenía un compañero muy inteligente y siguiendo la lógica de mi abuelo, decidí que se llamaría Juan David. Lo decidí antes de que naciera y antes de saber si era niño, a mí me parecía imposible que fuera otra niña y acerté. Además yo quería con quien jugar pelea, ya que mis hermanas eran bastante débiles y había que tratarlas con cuidado cuando las cascaba jugando. Incluso me batía en duelo con las dos al mismo tiempo y ganaba. Diana resultó una auténtica ñoña, la pasaron de tercero a quinto porque se tragó todos los libros de texto en el primer mes de escuela en la Agripina Montes del Valle.
Cuando estaba en el caminador, eso ya no se usa, parece, se me olvidó cerrarle el paso a las escalas que daban al primer piso y ella se rodó mientras yo hacía la siesta cuando se suponía que debía cuidarla. Dejó de aprender a caminar, no crecía, no pelechaba. Mis padres la llevaron a todos los médicos que había pero nadie daba con su mal. Hasta que al fin la llevaron a un hierbatero, creo, y él la diagnosticó: “está descuajada”. Mi mamá le preguntó cuál era el remedio y él le dio la vuelta, la cogió de los pies y la haló con fuerza hacia arriba. Luego se la entregó a mi mamá y le dijo: “ya está cuajada otra vez”, a los dos meses estaba caminando, se le había quedado la ropa y era ya una niña normal. Carolina era una niña retraída, como yo, no cogía ningún cuaderno, como yo, no estudiaba, como yo, pero le iba muy bien en la escuela, como yo. Nos entendimos bien desde que estaba chiquita. Yo disfrutaba haciéndola pensar que en la noche vendría Freddy Krueger y se la llevaría, hacía sombras con las manos como si fueran las cuchillas que el protagonista de Pesadilla sin fin llevaba siempre en vez de uñas. Las atormentaba hasta que mi papá se levantaba e imponía el orden.
Juan David fue una especie de bebé hasta cuando ya no lo era. Nada le gustaba, ni el colegio, ni las papas, ni los plátanos, ni la yuca… mis papás como si nada. A mi me hubieran dado una que ni les cuento si no me comía lo que me servían.
Me tocó ser papá por una época porque el nuestro andaba de viaje con las artesanías. Un día mi mamá me dijo que lo castigara por que no quería estudiar. Lo castigué, pero igual no quiso estudiar, luego le pegué unos correazos, se siguió negando. Finalmente le di una bofetada, tendría siete años y ya no se dejaba asustar con los golpes, se quedó mirándome, desafiándome, supe entonces que no podía con él. Haz lo que te de la gana, le dije. Al rato cogió los cuadernos.
Carolina era igual de terca, pero nunca me tocó, a Dios gracias, reconvenirla, ahora que está grande he tratado un par de veces, pero es como hablar a una imagen de yeso. Uno sabe que podría quebrarla, pero tampoco se lograría el objetivo.
Supongo que todos los hermanos mayores les hemos dicho a los menores alguna vez que son adoptados, que nunca vimos a nuestra madre engordar y todas esas cosas. Pero con los míos nunca funcionó, nunca se lo creyeron, me miraban con una inteligencia que me hacía odiarlos un poco. Pero en los pequeños detalles yo era bastante más astuto, por ejemplo, a la hora de comérmeles un buen trozo de la carne del almuerzo: “Juan David –le decía en las comidas-, te doy cien pesos si vas hasta la puerta de la calle, la tocas y vuelves en menos de 10 segundos”, era tiempo suficiente para robarle un buen trozo, pero demasiado corto como para que se ganara los cien pesos. A Carolina le señalaba algo en la nada y ella se quedaba mirando, como si en serio viera algo, tanto rato que había que volverla a llamar para que siguiera comiendo.

viernes, 5 de junio de 2009

Diarios del pasado 2

Medellín, crimen y castigo

Los niños llevaban para el recreo arepa con huevos revueltos en un porta, yo llevaba sánduche en una lonchera. Cada que podía cambiaba. Ellos llegaban con botellas de gaseosa llenas de chocolate caliente o café. A mi me ponían en un termo jugo de zanahoria (para la vista) o jugo de remolacha en leche (no tengo ni idea de sus propiedades) y estos sí eran imposibles de cambiar por nada. Me los tomaba resignado. Nunca pude imponerme contra las órdenes de mi madre en cuanto a la comida.
Un día hice trampa, o no, no recuerdo. Estaba en primero de primaria. Mi mamá me dijo que hacer trampa era como robar y que iba a darme una pela de la que me acordaría toda la vida. Cumplió con ambas promesas. Nunca volví a hacer trampa, hay lecciones que se aprenden sólo a los seis años.
Mis padres tenían formas de castigo sofisticadas. Cada que yo me portaba mal mi mamá me anunciaba la pela: “cuando venga su papá le va a dar una pela para que aprenda”. El resto del día yo me movía por la casa como un condenado. Ella no volvía a mencionar el tema, no permitía que yo tratara de convencerla o le hablara del asunto. Si me iba a dar un regalo, me lo daba. Si me iba a llevar a algún lado, lo hacía. Eso me ponía peor porque sabía que entre mejor fuera mi día, peor sería mi noche.
Mi papá llegaba disparejamente entre las 5:00 y las 7:00 p.m. Yo le preguntaba si me había traído algo, siempre, sin excepción, me traía “cositas”. Él me las entregaba y acto seguido me preguntaba cómo me había portado. “Pregúntele a mi mamá”, le contestaba.
Ella le decía que me tocaba pela por tal o cual cosa. Mi papá se quitaba, invariablemente, la correa justo en ese momento. Entonces mi mamá lo detenía: “No, Arturo, espere a que coma, no sea que se maluquee”.
Las comidas eran en el comedor, con mi hermana, eternas, a mí a duras penas me pasaba bocado y mi papá se iba poniendo más histérico cada vez. Al fin terminaba y se me venía la pela.
Una vez me gané, por buen comportamiento en la escuela, un pase para ir al circo y al mismo tiempo, por mal comportamiento en la casa, una pela. Mi papá, hombre práctico y de negocios, dijo que cambiáramos la pela por el circo. Mi mamá no estuvo de acuerdo: “el niño tiene que aprender cómo es el mundo, yo no lo voy a privar de todo lo que yo he estado privada, que vaya”. Mi papá le preguntó: “¿Y la pela?”. Ella fue enfática: “Cuando vuelva”.
Yo, por mi parte, tenía formas sofisticadas de evitar los castigos. Hice desaparecer una a una todas las correas de la casa, que ponía en la caneca de la basura. No había mejor plan que despedirme todos los martes y viernes de la basura.
Mi papá solucionó el problema tardía pero eficazmente, trajo un ramal de machete con doce –¡DOCE!- tiras de cuero, lo colgó en una puntilla alta y dijo duro, como hablando para todos y para nadie: “Si se siguen perdiendo las correas voy a tener que usar esto”, y como yo daba motivos casi todos los días, pues lo usó muchas veces antes de que atinaran a volver a comprar correas.
Era tal mi terror hacia los ramales que yo no tuve el valor de tirarlos a la basura hasta mucho tiempo después.
Cuando capte que significaba el verbo maluquiar (¿será maluquear?) me convertí en un actor natural. Con el primer correazo yo me ponía pálido, contenía la respiración y dejaba salir un silbido de la garganta bastante convincente, o al menos lo suficiente para que la madre pensara que yo me había maluquiado, a pesar de comer antes de la pela. Entonces ella misma intervenía y evitaba que me siguiera dando. A veces, incluso, mi actuación era tan buena que se sentía culpable de mis maluquiadas.

miércoles, 3 de junio de 2009

Diarios del pasado 1.

Medellín, primeros años

De la infancia recuerdo el terror que me daba que mi mamá se asomara durante las balaceras. Ella siempre quería saber primero, yo sentía al mismo tiempo rabia y temor. Ella movía un poquito la cortina y ojeaba lo que ocurría en la calle. Nos contaba por pedacitos como narrando una historia que ocurría muy lejos. Yo recordaba un huequito en la pared, hecho con un tiro de fusil, la había perforado y también una pared de enfrente. No me cabía en la cabeza que yo con ocho años pudiera percatarme de que las cortinas y lo vidrios no detienen las balas y ella pareciera creer que si. Mi hermanita y yo llorábamos, moquiabamos suplicando que se entrara, que se alejara de la ventana. Pero ella seguía contándonos lo que ocurría afuera y nosotros ni le parábamos bolas a los muertos por estar pendientes de la vida de la madre.
Vivíamos en la carrera 44 con 97 o 99 en Guadalupe, eran los límites entre Aranjuez y Manrique. Allí se peleaban, cuadra a cuadra, el dominio las Milicias Populares y Los Calvos.
Mi casa era de un verde claro y fluorescente que permitía ser vista desde casi cualquier parte de la ciudad con vista hacia la Comuna Nororiental. Pero era especialmente bonita verla desde el frente, una comuna gigantesca que yo denominaba sólo Castilla.
El mapa de mi infancia era amplio, en una ciudad enorme. A los siete años tuve que aprender a montar en bus, aprenderme los números de las rutas y tomar cuatro diarios para terminar segundo de primaria en la Escuela San Francisco de Asís en Villatina. Nos fuimos de ese barrio hacia Manrique, en parte, huyendo de la violencia, pero de esos días no tengo recuerdos de violencia, excepto en la escuela, donde estaba, Elsa la profesora que me enseñó a leer, una mujer dulce que llamaba al rector cada vez que había que darle una pela con regla de madera a alguno de mis compañeros que se resistían a la educación a la moderna. Mi casa en Villatina era enorme pintada con murales de animales que incluían cisnes y renos, aunque yo en esa época, por supuesto, no sabía que esos eran cisnes y renos, sino sólo pájaros y caballos.
Tomaba el bus 091 que me bajaba de Villatina, que estaba a media falda de un morro conocido como Pandeazúcar y que un buen día se dejó venir convirtiendo a todos mis antiguos vecinos en huéspedes permanentes de un campo santo.
 
Header Image from Bangbouh @ Flickr