Manizales, el mundo es ancho y ajeno
Acostumbrábamos a visitar los bares del centro, sobre todo los de La Música, que en esos días era, obviamente, la balada.
Íbamos a Sorrento y tomábamos ron, aunque si había algo de dinero nos pasábamos al brandy que era lo que nos gustaba. Y si teníamos con qué llegábamos a un burdel llamado Marandua, que quedaba cerca del Ley. Las mujeres, eran, sin lugar a dudas, las más feas del mundo. Pero ir a Manhatan era más costoso y estaba reservado para cuando algún amigo se iba a casar y decidíamos hacerle despedida de soltero como Dios manda. Claro que algunas veces, pocas, alguien se ganaba un chance o se coronaba algún trabajo en el que recibía un pago exagerado y nos íbamos todos para Casa Show, que era el colmo de la sofisticación y las mujeres bonitas.
En esos días bajábamos al amanecer, caminando, contentos y caídos de la borrachera por las faldas que nos llevaban hasta el barrio el Nevado, donde vivíamos.
El mundo era ancho y ajeno, nosotros éramos un grupo de siete u ocho, todos tenían un arte: eran carpinteros, electricistas, pintores de brocha gorda, trabajadores de la construcción, yo era el único que todavía era estudiante. Además la mitad del grupo estaba compuesto por metaleros, que tenían una extraña debilidad por la música de los años sesenta, que todos denominábamos como: la melodía.
Andábamos por cualquier parte de Manizales, sin miedo, como si cada calle nos perteneciera, incluso en barrios que eran vedados para la gente del Nevado como el Carmen. En parte porque éramos muchachos a lo bien, y en parte porque juntos inspirábamos cierto respeto.
Más tarde, cuando entré a la Universidad, empezamos a separarnos paulatinamente, y el mundo comenzó a convertirse en una cosa pequeña. Cuando entré a trabajar se transformó en una sola calle, o mejor, carrera, la 23. Me hice cliente de un solo bar, salía con un solo tipo de muchachas y, lo peor, comencé a tener miedo.
De pronto todo me parecía peligroso. Primero los barrios que conocía como de respeto, después los que no conocía, luego, aquellos por los que nunca pasaba, finalmente los barrios bien, porque es que a esos es que van los ladrones. Y cuando menos pensé la ciudad era una avenida en la que me sentía más o menos seguro.
Fue una conversación con Pedro Zapata en Juan Sebastian Bar, hace ya como cuatro años, la que me sacó de ese letargo. Yo estaba en una tusa la cosa más miedosa por una mujer que todavía recuerdo con una corriente de frío en la espalda. Ella era paranoica y tenía cara de “atrácame por favor”. Una vez nos pusieron un revolver en la cabeza para quitarnos una cerveza y dos mil pesos a una cuadra de la Santander y desde ese momento yo no me volví a bajar de la avenida.
Volvamos con la tusa y Pedro. Él me dice: “ve güevón, vos sólo conseguís novias de las que salen por la Santander, está ciudad está llena de mujeres y vos te buscás las mismas. Les cambia el nombre y el color de la piel, pero son iguales. Sólo conocen esta avenida y tiene el mismo puto patrón, en el que además vos no encajás.
Ese día me di cuenta de que el problema no era que yo escogiera siempre las mismas mujeres, era que yo era como me las describía Pedro. Siempre en las mismas calles, con el mismo patrón y con el mismo puto miedo.
Empecé a recorrer de nuevo la ciudad, no igual que antes, ya no era posible esa mirada, digamos pura. Y tampoco he podido librarme del todo del miedo, pero es que cuando uno es joven la muerte parece una cosa tan profundamente lejana y absurda que la desafía como se podría hacer con un tigre encerrado en una jaula.
Me gustaría poder decir que he regresado a la ciudad, que me he apropiado de a poco de ella, de nuevo, como cuando uno vuelve con una novia que además dejó por una aparentemente más bonita, pero que finalmente sólo deja vacíos, uno no vuelve igual, y ella tampoco lo recibe igual a uno, pero al menos recuperarla deja algún fresquito en el corazón.
Zonzo
Hace 7 años