viernes, 10 de julio de 2009

Diarios del pasado 4

Medellín, Éxodo

El día que me fui de Medellín llovió. No un chaparrón. Se puso negro todo el cielo, el ambiente era tan húmedo que casi se podía respirar agua. Yo estaba en el colegio, el INEM, recogiendo los papeles de traslado. Miré hacia arriba, no podía llorar, me había ganado mi huída con méritos. La vergüenza y la tristeza que sentía parecían reflejarse en las nubes cargadas, listas para dejar caer un aguacero que no olvidaría. Pero se tardaron, se tomaron su tiempo, y se dejaron venir, primero a goterones, grandes, espaciados, que con suerte no te daban, después la lluvia se fue haciendo más fina, más leve, más densa y no hubo a dónde huir.
Me escampé bajo un alero mientras pensaba en lo que sería mi futuro, en los amigos que no volvería a ver nunca más, en una ciudad que me esperaba y que para mí estaba reducida al olor del patio de mis abuelos maternos y al del cigarrillo eterno de mis abuelos paternos. Pensé en mis pecados, en Medellín, en esa ciudad que era enorme, querida, llena de emociones a la vista y escondidas.
La carrera 45 donde celebrábamos a Gardel como un profeta que se dignó morir aquí, en el Olaya Herrera, el mismo aeropuerto a donde iba con mis papás los domingos a chupar paleta y a que los aviones nos arrastraran con sus turbinas en la parte de atrás de la pista. Justo frente al cementerio Campos de Paz.
Nos agarrábamos a la reja al final de la pista. Los aviones llegaban hasta allí, se volteaban para comenzar el despegue. Se quedaban quietos un momento, después prendían las turbinas y empezábamos a sentir el aire caliente, luego a toda maquina y sentíamos que si nos soltábamos podíamos salir volando hasta el infinito, entonces arrancaba y la fuerza del aire se iba yendo con la aeronave. Mi papá nos asustaba diciéndonos que nos teníamos que coger bien de las rejas porque si no las turbinas nos mandarían hasta la avenida y después ya nos tocaba quedarnos en el cementerio.
Lo mejor era el olor que quedaba después, el aire caliente acompañado de paletas. Era una sensación incomparable. Un gusto tan simple y tan encantador como pocos que pueda recordar.
Supongo que la tarde que me fui de Medellín me hice hombre por un momento. Recordé, como supongo que lo hacen los viejos, cada momento de mi vida. Mi primera novia, una niña de ojos verdes como aceitunas (obvio que yo no tenía ni idea de las aceitunas en esa época), mi profesora de primero de primaria, la de segundo, el de tercero, las de cuarto y quinto. El día que presenté el examen de admisión al INEM. Recuerdo una pregunta:

¿Qué significa la frase: “A Dios rezando y con el mazo dando”?
a) A Dios rezando y maceando
b) A Dios rezando y disparando
c) A Dios rezando y trabajando
d) A Dios rezando y bostezando


Yo contesté B. Estuve seguro de esa respuesta hasta dos años después. El día que me fui de Medellín pensé que tal vez marcar B había marcado de alguna forma mi vida. Me di cuenta de que había leído mal y entendido mal casi todo y que casi todos los que me rodeaban lo hacían así también. Tomé entonces dos decisiones: no volvería a dejarme llevar por lo que yo creía que eran las cosas sino por lo que eran en realidad y no, por nada en el mundo, volvería a decepcionar a mis padres. He tenido tiempo de pisotear estas decisiones muchas veces.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

he-mo-cho!!

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