miércoles, 29 de julio de 2009

Diarios del pasado 6

Manizales, el mundo es ancho y ajeno

Acostumbrábamos a visitar los bares del centro, sobre todo los de La Música, que en esos días era, obviamente, la balada.
Íbamos a Sorrento y tomábamos ron, aunque si había algo de dinero nos pasábamos al brandy que era lo que nos gustaba. Y si teníamos con qué llegábamos a un burdel llamado Marandua, que quedaba cerca del Ley. Las mujeres, eran, sin lugar a dudas, las más feas del mundo. Pero ir a Manhatan era más costoso y estaba reservado para cuando algún amigo se iba a casar y decidíamos hacerle despedida de soltero como Dios manda. Claro que algunas veces, pocas, alguien se ganaba un chance o se coronaba algún trabajo en el que recibía un pago exagerado y nos íbamos todos para Casa Show, que era el colmo de la sofisticación y las mujeres bonitas.
En esos días bajábamos al amanecer, caminando, contentos y caídos de la borrachera por las faldas que nos llevaban hasta el barrio el Nevado, donde vivíamos.
El mundo era ancho y ajeno, nosotros éramos un grupo de siete u ocho, todos tenían un arte: eran carpinteros, electricistas, pintores de brocha gorda, trabajadores de la construcción, yo era el único que todavía era estudiante. Además la mitad del grupo estaba compuesto por metaleros, que tenían una extraña debilidad por la música de los años sesenta, que todos denominábamos como: la melodía.
Andábamos por cualquier parte de Manizales, sin miedo, como si cada calle nos perteneciera, incluso en barrios que eran vedados para la gente del Nevado como el Carmen. En parte porque éramos muchachos a lo bien, y en parte porque juntos inspirábamos cierto respeto.
Más tarde, cuando entré a la Universidad, empezamos a separarnos paulatinamente, y el mundo comenzó a convertirse en una cosa pequeña. Cuando entré a trabajar se transformó en una sola calle, o mejor, carrera, la 23. Me hice cliente de un solo bar, salía con un solo tipo de muchachas y, lo peor, comencé a tener miedo.
De pronto todo me parecía peligroso. Primero los barrios que conocía como de respeto, después los que no conocía, luego, aquellos por los que nunca pasaba, finalmente los barrios bien, porque es que a esos es que van los ladrones. Y cuando menos pensé la ciudad era una avenida en la que me sentía más o menos seguro.
Fue una conversación con Pedro Zapata en Juan Sebastian Bar, hace ya como cuatro años, la que me sacó de ese letargo. Yo estaba en una tusa la cosa más miedosa por una mujer que todavía recuerdo con una corriente de frío en la espalda. Ella era paranoica y tenía cara de “atrácame por favor”. Una vez nos pusieron un revolver en la cabeza para quitarnos una cerveza y dos mil pesos a una cuadra de la Santander y desde ese momento yo no me volví a bajar de la avenida.
Volvamos con la tusa y Pedro. Él me dice: “ve güevón, vos sólo conseguís novias de las que salen por la Santander, está ciudad está llena de mujeres y vos te buscás las mismas. Les cambia el nombre y el color de la piel, pero son iguales. Sólo conocen esta avenida y tiene el mismo puto patrón, en el que además vos no encajás.
Ese día me di cuenta de que el problema no era que yo escogiera siempre las mismas mujeres, era que yo era como me las describía Pedro. Siempre en las mismas calles, con el mismo patrón y con el mismo puto miedo.
Empecé a recorrer de nuevo la ciudad, no igual que antes, ya no era posible esa mirada, digamos pura. Y tampoco he podido librarme del todo del miedo, pero es que cuando uno es joven la muerte parece una cosa tan profundamente lejana y absurda que la desafía como se podría hacer con un tigre encerrado en una jaula.
Me gustaría poder decir que he regresado a la ciudad, que me he apropiado de a poco de ella, de nuevo, como cuando uno vuelve con una novia que además dejó por una aparentemente más bonita, pero que finalmente sólo deja vacíos, uno no vuelve igual, y ella tampoco lo recibe igual a uno, pero al menos recuperarla deja algún fresquito en el corazón.

miércoles, 22 de julio de 2009

Diarios del pasado 5

Manizales, los muertos vivientes


Supe que era pobre cuando llegué a Manizales. En Medellín todos en la Comuna éramos iguales. No puedo negar que había un par de amigos que tenían mucho más, pero no por eso eran diferentes. En Manizales otras cosas eran importantes: la marca del pantalón, de los tenis, si usabas medias, si te ponías correa, y, sobre todo, había que saber de los Jaramillo de dónde provenías.
Supe que era pobre porque vivía en un barrio pobre. Porque mi mamá nos mandaba a comer donde mi tía, pero, sobre todo, porque la gente bien no se juntaba con nosotros. Manrique, el barrio donde yo vivía en Medellín, era tan grande como Manizales, y todos éramos más o menos iguales. Si caminabas todo el día podías llegar al centro y ver un paisaje distinto, pero en general los barrios se parecían unos con otros y la gente también.
En Manizales aprendí, además de que yo era pobre, que había otros estratos. Tengo un primo con el que caminaba desde el barrio el Nevado hasta Palermo, para ver las casas de los ricos.
El recorrido pasaba por el barrio Cervantes, después pasábamos a Villa Carmenza, subíamos al Campín y pasábamos por detrás del Cementerio San Esteban. Siempre nos prometíamos que vendríamos de noche, y entraríamos por un roto en el muro, así como lo habían hecho unos amigos nuestros. De ahí pasábamos por detrás de Confamiliares y salíamos al INEM, llegábamos al arco de la Universidad Nacional y seguíamos hacia Palermo. Allí nos quedábamos boquiabiertos viendo las casas de los ricos. Era una cosa increíble, había una casa que parecía reflejarse ya que cada mitad era igual a la otra, y en el centro había un par de escaleras de caracol que hacían más interesante el efecto.
Había una casa con un techo larguísimo en forma de triángulo y con tejas de barro. Me parecía un barrio maravilloso.
De regreso, cuando ya estábamos cansados -algunas veces incluso subíamos hasta el morro Sancancio- pasábamos por la Universidad de Caldas. En el primer piso del que ahora es el edificio Orlando Sierra Hernández, quedaba el anfiteatro. Creo que estas largas caminatas tenían este único fin. Y nuestra visita a Palermo a ver casas, era, sólo un pretexto para pasar por este edificio.
Las ventanas estaban clausuradas con pintura blanca, pero había unos pelados que se habían hecho, creo yo, con monedas, desde adentro. Nosotros nos asomábamos para ver a los muertos. Era increíble. Ver los cadáveres ahí, tan cerca, más de los ricos que de los pobres. Era algo auténticamente alucinante. Después nos íbamos, mi primo y yo, como si hubiéramos tenido una experiencia que debíamos guardar para siempre. No hablábamos nunca sobre eso. Teníamos miedo, estábamos aterrados, pero nos hacíamos los fuertes. Siempre tratábamos de mirar más tiempo que el otro para probarnos lo valientes que éramos, pero, en realidad, teníamos pánico de aquellos muertos, temíamos que un día uno de esos se levantaría y nos haría un guiño.
Años después, cuando estudiaba medicina, veía que los niños, los de la siguiente generación, se asomaban por los mismos huequitos, mientras yo recibía clase de anatomía. En una ocasión recordé mi antiguo temor, pero al mismo tiempo ese deseo en el fondo, de que uno de los muertos hiciera algo. Y pensé que eso mismo sentían esos niños que ahora miraban por esos mismos huequitos.
Tomé una mano amputada de una canasta que siempre estaba llena de partes conservadas, y me fui caminando muy bajito por el lado de la pared, a donde estaban los agujeritos poniendo la mano a una distancia suficiente para que los ojos de los niños la vieran. Estaba gris, no tenía menos de dos años de estar disecada. Yo, por la fuerza de la costumbre, ya no sentía ningún reato, ni siquiera el fuerte olor a formol me afectaba. Pero a los niños, ver esa mano que los saludaba, debió parecerles realmente aterrador, ya que salieron corriendo con un grito que todavía recuerdo, no sin dejar escapar una pequeña sonrisa.

viernes, 10 de julio de 2009

Diarios del pasado 4

Medellín, Éxodo

El día que me fui de Medellín llovió. No un chaparrón. Se puso negro todo el cielo, el ambiente era tan húmedo que casi se podía respirar agua. Yo estaba en el colegio, el INEM, recogiendo los papeles de traslado. Miré hacia arriba, no podía llorar, me había ganado mi huída con méritos. La vergüenza y la tristeza que sentía parecían reflejarse en las nubes cargadas, listas para dejar caer un aguacero que no olvidaría. Pero se tardaron, se tomaron su tiempo, y se dejaron venir, primero a goterones, grandes, espaciados, que con suerte no te daban, después la lluvia se fue haciendo más fina, más leve, más densa y no hubo a dónde huir.
Me escampé bajo un alero mientras pensaba en lo que sería mi futuro, en los amigos que no volvería a ver nunca más, en una ciudad que me esperaba y que para mí estaba reducida al olor del patio de mis abuelos maternos y al del cigarrillo eterno de mis abuelos paternos. Pensé en mis pecados, en Medellín, en esa ciudad que era enorme, querida, llena de emociones a la vista y escondidas.
La carrera 45 donde celebrábamos a Gardel como un profeta que se dignó morir aquí, en el Olaya Herrera, el mismo aeropuerto a donde iba con mis papás los domingos a chupar paleta y a que los aviones nos arrastraran con sus turbinas en la parte de atrás de la pista. Justo frente al cementerio Campos de Paz.
Nos agarrábamos a la reja al final de la pista. Los aviones llegaban hasta allí, se volteaban para comenzar el despegue. Se quedaban quietos un momento, después prendían las turbinas y empezábamos a sentir el aire caliente, luego a toda maquina y sentíamos que si nos soltábamos podíamos salir volando hasta el infinito, entonces arrancaba y la fuerza del aire se iba yendo con la aeronave. Mi papá nos asustaba diciéndonos que nos teníamos que coger bien de las rejas porque si no las turbinas nos mandarían hasta la avenida y después ya nos tocaba quedarnos en el cementerio.
Lo mejor era el olor que quedaba después, el aire caliente acompañado de paletas. Era una sensación incomparable. Un gusto tan simple y tan encantador como pocos que pueda recordar.
Supongo que la tarde que me fui de Medellín me hice hombre por un momento. Recordé, como supongo que lo hacen los viejos, cada momento de mi vida. Mi primera novia, una niña de ojos verdes como aceitunas (obvio que yo no tenía ni idea de las aceitunas en esa época), mi profesora de primero de primaria, la de segundo, el de tercero, las de cuarto y quinto. El día que presenté el examen de admisión al INEM. Recuerdo una pregunta:

¿Qué significa la frase: “A Dios rezando y con el mazo dando”?
a) A Dios rezando y maceando
b) A Dios rezando y disparando
c) A Dios rezando y trabajando
d) A Dios rezando y bostezando


Yo contesté B. Estuve seguro de esa respuesta hasta dos años después. El día que me fui de Medellín pensé que tal vez marcar B había marcado de alguna forma mi vida. Me di cuenta de que había leído mal y entendido mal casi todo y que casi todos los que me rodeaban lo hacían así también. Tomé entonces dos decisiones: no volvería a dejarme llevar por lo que yo creía que eran las cosas sino por lo que eran en realidad y no, por nada en el mundo, volvería a decepcionar a mis padres. He tenido tiempo de pisotear estas decisiones muchas veces.
 
Header Image from Bangbouh @ Flickr